Clave en la lucha contra el raquitismo, se incorpora a través del sol y de ciertos alimentos. Su rol en la pandemia y los nuevos estudios que la revalorizan.
Cómo explicarles a centennials y millennials, incluso a la generación X, esa torturante tradición de las madres de comienzos del siglo XIX (y hasta no hace mucho) que consistía en obligar a sus hijos a ingerir diariamente una cucharada sopera de aceite de hígado de bacalao?
Para los niños era un acto cruel que ponía en tela de juicio el supuesto amor incondicional de toda madre por su hijo. Las mamás y abuelas, sin embargo, sabían que dando de tomar ese brebaje espantoso podían prevenir el raquitismo (una enfermedad que produce deformidades óseas y ya era conocida entre antiguos griegos y romanos) y lograr que los chicos crecieran con huesos sanos y fuertes.
Pero fue recién en 1922 cuando la ciencia le puso nombre a la sustancia que permitía la adecuada absorción del calcio (dando lugar, así, a huesos sanos y fuertes): la vitamina D.
Hoy, a 100 años de su descubrimiento, su importancia no hace más que crecer. De hecho, durante la pandemia de coronavirus, se resaltó su importancia en el fortalecimiento de las defensas contra el Covid-19.
Son numerosos los estudios científicos desarrollados durante los últimos años que buscan establecer vínculos entre la vitamina D y el sistema inmune, el cáncer, la fuerza muscular, la diabetes, la presión arterial, la obesidad y el crecimiento neural.
Aunque estas líneas de investigación todavía están en curso y, por lo tanto, aún pueden deparar más de una sorpresa, sus resultados preliminares son alentadores: la vitamina D puede aportar nuevas soluciones, a las ya conocidas, en el campo de la salud.
Viva consultó sobre el tema a la osteóloga Beatriz Oliveri, investigadora independiente del Conicet y responsable del Laboratorio de Osteoporosis y Enfermedades Metabólicas óseas del Instituto de Inmunología, Genética y Metabolismo (UBA- Conicet).
Oliveri detalló algunos descubrimientos recientes sobre funciones no tan difundidas de la vitamina D. “En las últimas décadas ha surgido la importancia de las llamadas acciones no clásicas o extraesqueléticas de esta vitamina”, comenta. Y señala las que más se destacan según datos recientes:
1) Acción de regulación del sistema inmune.
2) Función antiinflamatoria.
3) Regulación del ciclo celular.
4) Disminución del estrés oxidativo.
5) Regulación de cerca del 3 por ciento del genoma humano.
“En tanto, su deficiencia –agrega la experta– se ha asociado a una mayor prevalencia de hipertensión y enfermedades cardiovasculares, metabólicas (diabetes, síndrome metabólico), infecciosas (tuberculosis, bronquiolitis, infecciones respiratorias), autoinmunes y algunos tipos de cáncer (como el colorrectal).”
Su importancia en pandemia
Con la llegada de la pandemia por Covid-19, el interés por esta vitamina aumentó exponencialmente. En especial, cuando varias investigaciones de laboratorio plantearon que era capaz de prevenir o tratar la enfermedad virósica.
En marzo de 2021, una investigación liderada por la médica nutricionista Asma Kazemi, de la Universidad de Ciencias Médicas de Irán, reunió evidencias de estudios que examinan el vínculo entre el coronavirus y la vitamina D.
Y encontró que “la mayoría de ellos indicaron una relación significativa entre la vitamina D3 (una de las dos formas que adopta) y la infección, severidad y mortalidad del Covid-19”.
Es decir, se registró una mayor incidencia y gravedad de la enfermedad entre pacientes con insuficiencia de esa vitamina.
Para conocer más sobre la carencia de esta sustancia y el surgimiento de la pandemia, Viva entrevistó a Silvio Schraier, médico especialista en nutrición, vicedirector de la Especialización en Nutrición de la Fundación Barceló.
“Se sabe que, en el mundo, la cuarentena llevó a un déficit de vitamina D en la población, pero no hay datos precisos. Otro gran tema es que, en general, las personas con exceso de peso tienen vitamina D más baja. Si tenemos en cuenta que, durante la pandemia, en la Argentina el 60 por ciento de los adultos aumentó de peso, sin dudas, las cifras empeoran”, relata Scharier.
Respecto del potencial curativo o preventivo de la vitamina en relación con el Covid-19, el médico remarcó:
“La vitamina D tiene múltiples funciones, entre ellas reforzar el sistema inmune. Por ejemplo, hay estudios que mostraron que la evolución de Covid-19 fue peor en aquellos que tienen vitamina D baja, pero, sin embargo, no hay ningún estudio que haya demostrado que los suplementos de vitamina D mejoraran el pronóstico”.
Oliveri destacó una de esas nuevas investigaciones, presentada en octubre pasado en el Congreso Argentino de Osteología, en los que se estudió la asociación entre los niveles de vitamina D y la evolución, pronóstico y parámetros bioquímicos de inflamación en 363 pacientes con Covid-19.
“Los pacientes hospitalizados tuvieron niveles menores de vitamina D que los ambulatorios, y se comprobó una asociación entre vitamina D baja con un peor curso de la enfermedad, que requirió más días de hospitalización”, puntualiza la investigadora.
La correlación es clara, pero las causas precisas aún no han podido establecerse.
Por esta razón la medicina se maneja con cautela. En abril del año pasado, un comunicado de los Institutos Nacionales de Salud de los Estados Unidos (NIH, por sus siglas en inglés), advertía que “hay evidencia insuficiente para recomendar a favor o en contra del uso de la vitamina D para la prevención o tratamiento del Covid-19”.
Oliveri aclara: “La vitamina D no es un tratamiento para el Covid-19, pero algunas de sus acciones, fundamentalmente las extraesqueléticas, podrían ser positivas para enfrentar la patología, ya que preserva la integridad del epitelio respiratorio, regula la respuesta inmunitaria con efecto antimicrobiano y previene la respuesta inflamatoria excesiva”.
Un problema global. Por otra parte, la carencia de vitamina D ha sido un problema global mucho antes de la irrupción del coronavirus, que sólo ha empeorado la situación.
En enero de 2020 (poco antes de que la Organización Mundial de la Salud declarara oficialmente la pandemia), un artículo publicado en Nature por un equipo liderado por la endocrinóloga Karin Amrein, de la Universidad Médica de Graz (Austria), destacaba:
“Un nivel bajo de vitamina D está emergiendo como una condición muy común en todo el mundo”, y que “grandes datos observacionales recientes han sugerido que un 40 por ciento de los europeos tienen deficiencia de vitamina D”.
En América Latina, las investigaciones son escasas, pero un reporte del International Life Sciences Institute de Brasil afirmaba ya en 2015:
“Estudios realizados en Latinoamérica muestran que la ingesta alimentaria de vitamina D es inferior a la recomendación de las IDR (ingesta diaria recomendada)”, además de alertar que “hay alrededor de mil millones de personas en el mundo con deficiencia de vitamina D”.
Un poco de historia
Hoy la palabra vitamina nos resulta familiar, incluso aunque no sepamos su definición específica. Sin embargo, el concepto era desconocido hasta comienzos del siglo XX. Se creía, por entonces, que una dieta a base de proteínas, carbohidratos, lípidos, minerales y agua era suficiente para el crecimiento animal.
Experimentos realizados por diversos científicos en distintas partes del mundo demostraron que esta idea era errónea: los animales de laboratorio alimentados con esos nutrientes morían sin excepción.
En 1912, el bioquímico inglés Frederick Hopkins publicó los resultados de varios años de investigaciones, en los que afirmaba que debían existir sustancias aún no identificadas que, en muy pequeñas cantidades, eran esenciales para la supervivencia de los animales.
Él las llamó “factores accesorios de la alimentación”. Hoy las conocemos como vitaminas. El nombre se debe a otro bioquímico, el polaco Casimir Funk.
Funk trabajaba en la Universidad de Cambridge, buscando una forma de prevenir una enfermedad conocida como beriberi. Sus estudios lo llevaron a concluir que había diversas sustancias esenciales capaces de prevenir gran número de enfermedades.
En un artículo de 1912 (el mismo año en que Hopkins publicó sus estudios) propuso denominar a estos nutrientes “vitaminas”.
“Se sabe ahora que todas estas enfermedades […] pueden prevenirse y curarse por la adición de ciertas sustancias preventivas; a estas sustancias carentes, que son de la naturaleza de las bases orgánicas, las llamaremos ‘vitaminas’”, se lee en su escrito.
Luego de ese episodio, no pasó mucho tiempo para que se identificaran las primeras. De hecho, en poco más de 20 años se descubrieron 11 de las 13 vitaminas reconocidas por la ciencia. En 1913, el bioquímico estadounidense Elmer McCollum logró aislar uno de esos “factores accesorios”, precisamente en el aceite de hígado de bacalao.
En 1920 se fijó su denominación como vitamina A. En 1919, el bioquímico británico Edward Mellanby se dio cuenta de que los perros alimentados con aceite de hígado de bacalao se curaban de raquitismo, y le adjudicó esa virtud a la ya conocida vitamina A.
McCollum no estaba del todo convencido. Entonces planificó otros experimentos. Eliminó del aceite la vitamina A y observó que este mantenía la propiedad de curar el raquitismo.
Así se dio cuenta de que otra sustancia era la responsable, y decidió llamarla vitamina D. Publicó sus resultados a mediados de 1922. Dicho sea de paso, McCollum también colaboró en el descubrimiento de la vitamina B, lo cual llevó a que en 1951 la revista Time lo llamara Dr. Vitamina.
El sol, ¿aliado o enemigo?
La deficiencia global de vitamina D ha empeorado desde la aparición de la pandemia. Más allá de que se requieran mayores estudios para determinar el vínculo entre la vitamina D y el virus que azota a la humanidad desde hace dos años, está claro que a partir de la pandemia ha habido un descenso global en los niveles de vitamina D, debido al encierro y la consecuente menor exposición al sol.
Pero, ¿qué tiene que ver exactamente el sol con la vitamina D? Ocurre que, más allá de las bondades del aceite de hígado de bacalao, la mayor parte de la incorporación de la vitamina D (hasta el 80 por ciento) proviene de la absorción de los rayos ultravioletas (UVB), debida a la exposición solar.
En las capas profundas de la piel esta radiación promueve una serie de reacciones químicas que dan lugar a la formación de la vitamina. Debido a que la piel es capaz de sintetizarla, algunas autoridades en el campo de la medicina no la consideran técnicamente una vitamina, sino más bien una hormona.
Schraier relativiza la polémica: “Las vitaminas, por definición, son sustancias químicas diversas que, en muy pequeñas cantidades, son imprescindibles para el buen funcionamiento del organismo. Si bien la vitamina D cumple funciones hormonales, responde a esta definición”.
Como fuere, la necesidad de exponerse al sol para mantener niveles adecuados de la vitamina D entra en contradicción con el riesgo de cáncer de piel que implica tomar sol.
La recomendación de Schraier es que “uno debería exponerse al sol exceptuando el horario de 10 a 16, en que los rayos caen más directamente a la tierra. No obstante, muchos productos alimentarios (como la leche) vienen adicionados con vitamina D, con lo que se podría cubrir parte de la que no se recibió por exposición al sol”.
La dermatóloga Anne Marie McNeill, miembro de Skin Cancer Foundation (Fundación de Cáncer de Piel), recuerda que “los estudios clínicos nunca han encontrado que el uso diario de protector solar provoque insuficiencia de vitamina D. De hecho, los trabajos predominantes muestran que las personas que usan protector solar a diario pueden mantener sus niveles de vitamina D”.
Esto se debe a que, incluso los protectores con factores más altos, dejan pasar un porcentaje mínimo de rayos UVB, una fracción pequeña pero suficiente para mantener los niveles adecuados de la vitamina que es tan necesaria.
“Hasta los mayores defensores de la exposición sin protección recomiendan no más de 10 a 15 minutos en brazos, piernas, abdomen y espalda, dos o tres veces por semana, seguido de una buena protección solar”, concluye McNeill.
Más allá de que –pandemia mediante– hoy la vitamina D parece estar en boca de todos, es innegable su participación en la regulación de numerosos procesos fisiológicos del organismo, además de su conocida función en la absorción del calcio y, por consecuencia, en la salud ósea.
El tiempo, a partir de nuevas investigaciones, determinará sus posibilidades en la prevención de enfermedades y el mantenimiento de la salud en general. A un siglo de su descubrimiento, es mucho lo que se sabe, pero todavía queda mucho camino por recorrer.
Nutriente esencial
Los nutrientes esenciales, también conocidos como “micronutrientes esenciales”, son necesarios para el correcto funcionamiento del metabolismo en el ser humano y en animales. Son sustancias que no pueden ser sintetizadas por el organismo, por lo cual se incorporan mediante la alimentación.
Están conformados por cuatro grupos: vitaminas (son 13), minerales (15), ácidos grasos esenciales (2) y aminoácidos esenciales (9).
A las vitaminas se las definen como moléculas orgánicas esenciales para un organismo, que no son ni ácidos grasos ni aminoácidos. Existen 13 vitaminas, muchas de ellas en diferentes compuestos relacionados. La ciencia médica las identifica como vitaminas A, C, D, E, K y el complejo vitamínico B, que incluye a varias, las vitaminas B1, B2, B3, B5, B6, B7, B9 y B12.
Qué alimentos la proveen
La vitamina D es una sustancia química que está conformada y representada por dos compuestos liposolubles, la vitamina D3 (colecalciferol) y la vitamina D2 (ergocalciferol). La 3 es producida en la piel de los humanos a partir de otra sustancia, el deshidrocolesterol, por acción de los rayos UVB de la luz solar. De allí la recomendación de exponerse, con precaución (no de 10 a 16), al sol.
Tiene múltiples funciones en el organismo y por eso es importante mantener sus niveles saludables.
Algunos alimentos que la proveen son:
Pescados grasos, como el salmón y el atún. Hígado de ternera. Yema de huevo. Hongos. Lácteos fortalecidos con esa vitamina. Conservas de atún, caballa y sardinas en aceite. Aceite de hígado de bacalao.
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