A finales de los años setenta, los mellizos Carol y Mark Thatcher habían empezado vidas alejadas de su núcleo familiar en Hong Kong y Australia. El triunfo electoral de su madre lo cambió todo.
«Hacen falta unos amortiguadores bastante buenos y un buen sentido del humor para ser la hija de una primera ministra». La frase es de Carol Thatcher, la menos querida de los dos mellizos que tuvieron Margaret Thatcher y su marido Dennis. Los dos sabían desde pequeños lo que es que tu madre tenga una carrera política: su primera entrevista televisada fue en 1959, cuando tenían seis años, y a ambos se les aleccionó desde el principio de lo que se esperaba de ellos… A la manera Thatcher, provocando una fractura familiar que se prolongaría durante toda la vida de los mellizos.
The Crown dedica en su cuarta temporada su cuarto capítulo, basado en un hecho bastante llamativo, a resumir de la mejor manera posible la dinámica familiar. Mark, el hijo ausente, entregado a las competiciones automovilísticas, se apunta al París-Dakar de 1982 junto a una piloto francesa, Charlotte Verney, y desaparece en mitad del desierto argelino. La primera ministra pone en marcha todo el poder del Reino Unido para localizar al joven. Carol, periodista, le echa en cara a su madre el favoritismo que siempre ha demostrado hacia Mark.
Lo que no cuenta la serie es el trayecto que había llevado a ambos jóvenes (los mellizos tenían 29 años en 1982) hasta allí. Margaret y Dennis no eran unos padres fáciles. Los niños nacieron por cesárea, un mes y medio prematuros, en 1953. El mismo año que su madre consiguió la licencia para ejercer la abogacía y seis años antes de conseguir su primer acta de diputada. Lo primero que le dijo Dennis a su esposa al ver a los recién nacidos fue: «Por Dios, parecen conejos. Vuelve a meterlos dentro». Aunque los padres no tuvieron que verlos mucho. Su educación de élite transcurrió entre internados y semiinternados, pasando las vacaciones junto a sus padres –Margaret Thatcher era tan patriota que nunca veraneaba fuera de Inglaterra–. Algo que quizás explica por qué, nada más terminar los años formativos, ambos pusieron varios mares de distancia entre sus padres, y alguno menos entre ellos mismos.
Mark, la debilidad de la Dama de Hierro
En 1977, tras haber suspendido tres veces los exámenes de Contabilidad y no conseguir trabajo en Inglaterra, Mark desembarcó en Hong Kong. Donde usó la agenda y el apellido familiar para establecer conexiones y, de paso, convertirse en piloto de carreras. Montó con sus socios un equipo de competición, Mark Thatcher Racing, con el que empezó a competir internacionalmente en 1979, cuando arranca la cuarta temporada. Thatcher no era un buen piloto, pero tenía olfato para el marketing: sus primeros titulares al margen de su madre vinieron por las 24 Horas de Le Mans, donde compitió en 1980 (y en 1981, aunque con menos fama). En esa primera incursión en Le Mans formó tándem con la italiana Grazia Lella Lombardi, la única mujer que ha puntuado en la historia de la Fórmula 1, y bien conocida por la afición inglesa, al haber debutado en el 74 en el Gran Premio de Inglaterra (aunque no se clasificó para el gran día. Por cierto, su gesta de puntuación se produjo un año después en Montjuic). Thatcher quedó bastante por debajo de otras de sus compañeras de competición, y mánager ocasional de su equipo, Juliette Slaughter.
Mark Thatcher tenía un referente: James Hunt, el guapo y exitoso piloto que se había pasado los años centrales de los setenta en una intensa rivalidad con Niki Lauda y con un desparpajo que era la encarnación del Swinging’ London con volante y pedales. En su primer año en la Fórmula 1, Hunt llevaba un mono que le habría erizado aún más el pelo a mamá Thatcher: Sex – Breakfast of champions (sexo, el desayuno de los campeones). La diferencia es que Hunt tenía talento y Mark no. Pero sí más capacidad que Hunt para juntar en titulares y fotos las dos cosas que más les gustaban a ambos: los coches y las chicas. En 1980, entre la atención recibida por ese Le Mans, se entera de que uno de sus patrocinadores tiene un Peugeot libre para correr en una competición recién nacida, el Dakar, y decide apuntarse. Dos años después, empieza su aventura: «No me preparé en absoluto. Nada. Hice media jornada de pruebas y al día siguiente estábamos saliendo desde la Place de la Concorde en París. Y me preguntaba cómo iría la cosa», escribía el propio Mark en The Guardian en 2004.
No solo eso: cuando encuentran a Mark y le cuentan el dispositivo desplegado para localizarlo, se lo toma como lo más normal del mundo, pide volver al hotel a descansar y monta una cena de celebración de la que se larga sin pagar la cuenta, dejando a Asuntos Exteriores a cargo de la factura. Un gasto que tuvo que abonar la propia Margaret para evitar otro escándalo más. El año de la Guerra de las Malvinas, fue el hijo atolondrado y arrogante el que le daría los mayores quebraderos de cabeza políticos.
El retrato de The Crown del carácter de Mark en esos años es bastante fidedigno. Y lo sería aún más en los años venideros: en 1985, Mark se ve envuelto en un escándalo de comisiones internacionales con la venta de armas de Inglaterra a Arabia Saudí. Mark Thatcher siempre ha negado las acusaciones en la trama de sobornos y mordidas que recorría media familia real saudí y que fructificaba en contratos rubricados por su madre, pero solo tenemos su palabra: ambos gobiernos presionaron a uno de los departamentos ingleses de anticorrupción para que dejase de escarbar en la trama. Para Margaret, en esto y en todo lo demás, Mark era el niño de sus ojos.
Carol Thatcher, la hija invisible
Carol simplemente estaba ahí. Lo había estado en 1976, cuando había ayudado a su madre a organizar la campaña entre los jóvenes tories, y en 1979, cuando volvió a Inglaterra para hacerse la foto familiar que necesitaba la nueva primera ministra. Aunque antes, durante y después, la búsqueda del afecto materno se reveló igual de infructuosa. Si no directamente perjudicial para su propia carrera. En 1977, tras haber estudiado Derecho y plantearse seriamente seguir los pasos de Margaret –abogacía y política–, decidió en su lugar emigrar a Australia y forjar allí una carrera como periodista, lejos del apellido familiar. E igualmente lejos de su hermano, con quien la relación jamás fue buena, por motivos evidentes. Mark era el varón, el buen hijo, el heredero. Su melliza, la hija para la que Margaret no tenía tiempo, afecto ni paciencia.
La vuelta a Inglaterra en 1979 se convirtió en permanente, y en un problema para la periodista. Tras un par de años en la BBC, pronto descubrió que ningún periódico ni medio quería contar con la hija de la primera ministra. O, al menos, con su nombre: durante esos años, Thatcher tuvo que firmar casi todo con pseudónimo. Salvo lo único de lo que podía aprovecharse: en 1983, vuelve a acompañar a su madre en la triunfal campaña electoral para escribir un libro con acceso privilegiado. Para 1986 Carol ya se ha convertido en una periodista de estilo de vida, viajes y temas que no pueden relacionar con su madre: mete mano a la biografía de deportistas como la tenista Chris Evert, recorre Rusia en bicicleta y publica en los suplementos dominicales y en las revistas más ligeras, para no afectar a la independencia de la que presumían los medios británicos.
El único consuelo en esos años era el lacónico Dennis, quien, ante cualquier conflicto familiar, se encendía un cigarrillo, se servía un gin tonic y anunciaba «Vamos a calmarnos». Una dieta y un modus operandi que llevaría consigo desde esos primeros años de los mellizos hasta su muerte en 2003, tras haber concedido la única entrevista de su vida a su hija Carol. Actualmente, ninguno de los dos mellizos vive en Inglaterra. Ni se hablan entre ellos. Sus hitos más famosos en estos años han sido una sentencia por haber financiado un intento de golpe de Estado en África, en el caso de Mark. Y, a elegir, haber meado en mitad de la jungla delante de 10 millones de espectadores en un reality, o haber sido expulsada de la BBC por haber soltado un epíteto de racista para arriba a un jugador de tenis, en el de Carol. Este es el legado familiar de Margaret Thatcher.
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