La cantante italiana se retiró de la vida pública en pleno apogeo, por su aversión a la fama. Desde su casa en Suiza, siguió grabando discos y siendo idolatrada.
Vayansé a la mierda!
Con esa declaración, vertida en el verano de 1978, Mina Mazzini, que había estado durante décadas en el centro de las miradas de toda Italia (y especialmente de sus pululantes paparazzi), se retiró de la escena pública.
Fue y se encerró en su casa de Lugano, Suiza, con su última pareja conocida, el cardiólogo Eugenio Quaini, con el que se casaría en el 2006.
Desde ahí siguió emitiendo discos, anualmente, que graba en su propio estudio, y que la coronan como una de las voces más potentes de la historia.
Volvió a aparecer una vez, en el Festival de San Remo de 2018, pero en forma de holograma. El video está en YouTube, dura dos minutos y hace temblar la piel.
Mina es un fantasma calvo, un extraterrestre, un ser marino con branquias a los costados, alguien de otra dimensión, alguien sin tiempo que viene a confirmarnos su impecable actualidad.
(Entre paréntesis: durante el confinamiento por la pandemia del Covid, un meme recorrió las redes sociales en Italia “Mina no sale de casa desde el 23 de agosto de 1978. Mina es inteligente. ¡Sé como Mina!”.) “Soy un robot, una rocola”, había declarado en una de sus últimas entrevistas. Lo cierto es que su popularidad le había demandado una gran cantidad de tiempo y preocupaciones y fue eso lo que se acabó con su retiro.
Nació en Italia en 1940 y desapareció de escena casi cuatro décadas después.
Era todo lo que rodeaba a la música lo molesto: especialmente la ñoñería de la gente. Mina estaba más allá o más acá de todo eso, y decidió apartarse.
Era famosa en todo el mundo y había grabado canciones en alemán, español, portugués, francés, inglés, turco y japonés: no necesitaba del chisme ni del juicio de los medios. Solo de esa cosa que la había llevado hasta lo alto: la música.
Artistas versus su propia fama
Hay una larga tradición de los artistas en guerra con la popularidad. En un punto de su carrera, los Beatles dejan de tocar en público porque sus fans eran tantos (y tantas) y gritaban con tal fuerza que no podían escucharse a sí mismos y tocaban cualquier cosa. Roger Waters compone The Wall cuando en una de sus presentaciones en vivo un fan se vuelve loco y Waters lo escupe.
Entre los escritores pasa algo similar. En 1951, tras la publicación y el intenso éxito de El guardián entre el centeno, Jerome David Salinger se recluyó en una cabaña en mitad del bosque, y desde entonces salió solamente para litigar en las demandas judiciales a los que atentaban contra su intimidad. Thomas Pynchon nunca mostró su rostro en público: la leyenda dice que le daban vergüenza sus dientes de conejo.
Se habló de que Mina sufría una enfermedad, se habló de ceguera, pero ella sigue viva mientras muchos de los que pronunciaron esas palabras están enterrados.
Hasta que le otorgó una ilustre entrevista a Oprah Winfrey, cuando ésta eligió La carretera para su club del libro, el escritor Cormac McCarthy había permanecido alejado de los medios y de cualquier relación con el mundo literario, incluso en contra de ganar dinero, a tal punto que en los momentos de mayores penurias económicas llegó a bañarse en un barril.
Hay algo entre los artistas que el mismo Salinger definió en Seymour: una introducción. No es tu hobbie, no es tu profesión: el arte es tu religión. Mina vivió el arte y la vida como religión: para ella eran una sola cosa, y si no era libre en el mundo entonces lo sería fuera del mundo.
Timidez y pasión
“La Tigresa de Cremona”, la llamaban, en referencia a la ciudad donde había crecido. Nació en Busto Arsizio, bajo el nombre completo de Mina Anna Mazzini Zoni el 25 de marzo de 1940. Era nieta de una cantante de ópera, y el canto fue su pasión desde que fue una niña, aunque una timidez rabiosa, quizás la misma que detonaría en aquel verano del 78, la mantuvo por un tiempo alejada de los escenarios.
La pasión era fuerte, sin embargo, y no la abandonó: siguió cantando porque algo en ella la obligaba a hacerlo. Hasta que a los 18, durante un verano, se produjo el milagro. Estaba ella con un grupo de amigas, tonteando, cuando ellas la desafiaron a cantar en el escenario de la Bussola de Marina di Pietrasanta, una discoteca todavía en funciones. Ella se negó al principio, pero terminó cediendo.
Subió al escenario, se acercó al micrófono todavía caliente por la actuación anterior y cerró los ojos. Cuando los abrió, los había barrido a todos con su voz: fuerte, armónica, imperiosa, única. Fue el origen de todo.
Dos años después, y tras grabar un par de canciones con una banda de covers de rock clásico, los Happy Boys, sacó su primer disco: Tintarella di Luna. Sería el comienzo de una carrera prolífica.
En 1972, Mina grabó nada menos que con Astor Piazzolla.
Mina hubiera pasado por una cantante más, pero había algo en ella que la hacía única. La elección de las canciones, por una parte (ella es intérprete, no compone, pero elige cuidadosamente lo que canta).
La actitud arrasadora de quien es capaz de comerse al mundo y deglutirlo frente a nuestros ojos de pobres mortales, y al mismo tiempo una especie de fragilidad, como si en cada una de sus interpretaciones se quebrara y destrozara hasta desaparecer.
No es casualidad que Pedro Almodóvar haya utilizado alguna de sus canciones para musicalizar películas como Matador o Tacones Lejanos, y que Federico Fellini y Francis Ford Coppola hayan querido ficharla, sin suerte, para sus películas:
Mina (y ahí están sus videos en YouTube para cualquiera que quiera verlos) es capaz de pararse frente a una cámara y atraer sobre sí todas las miradas.
Hay otro hecho que la distingue, y que es, probablemente, la causa de su desaparición: la necesidad de vivir sin que le importe tres pepinos la opinión de los demás.
La censura no pudo con ella
En 1962 se produjo un escándalo: se supo que Mina estaba embarazada de Corrado Pani, famoso actor italiano que a pesar de estar separado seguía casado con su mujer.
La cadena RAI (radio y televisión pública italiana) la censuró durante un año entero: su nombre no podía siquiera pronunciarse en esos medios. Pero la gente comenzó a mandar cartas, reclamando su presencia. Fueron tantas y tan fervorosas que la RAI tuvo que levantar la censura.
Mina volvió a los medios, pero cambiada. Fue en ese tiempo en que decidió depilarse las cejas y pintarse de negro alrededor de los ojos como un animal nocturno, amén de comenzar a vestirse más provocativamente todavía.
El hijo que tuvo con Corrado se llamó Massimiliano; poco después se separó y en 1971 tuvo una hija, Benedetta, con el periodista Virgilio Crocco, que murió atropellado por un auto en los Estados Unidos.
“Soy un robot, una rocola”, declaró en una de sus últimas entrevistas Su popularidad le había demandado tiempo y preocupaciones, y fue lo que determinó su retiro.
Su larga carrera, que abarca más de cincuenta discos, incluye colaboraciones con cantantes de habla hispana. Grabó con Serrat, con Diego Torres, con Miguel Bosé, con El Cigala, incluso con el Pupi Zanetti, ex futbolista de la Selección Argentina.
En la actualidad, Mina se reparte entre los discos que sigue sacando regularmente, los artículos que publica en el diario La Stampa y el consultorio sentimental de la revista Vanity Fair, donde como la Miss Lonleyhearts de la novela de Nathaniel West atiende las dudas de amor de las mujeres.
Una de ellas le escribe desesperada: está casada hace años pero una vez cada tanto se acuesta con otro hombre.
La respuesta de Mina: “No me gustan los traidores. Me viene perfecto si te ‘consientes’ con todos los hombres que quieras, pero tienes que decírselo a tu marido. Es una simple cuestión de justicia, tiene que saber con quién está tratando, quién anda por su casa. Y no me digas que estás enamorada de él. Quien ama no traiciona”.
La imaginamos un segundo en su caserón, una abuela ya, pero conservada en su juventud eterna para nosotros, con una larga bata y lentes negros y un eterno cigarrillo entre los dedos, mirando el lago de Lugano encendido por las luces nocturnas, única, eterna.
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