Le disparó ocho balazos en pleno juicio. Fue juzgada y condenada.
Un año. Durante un año entero, Marianne Bachmeier estuvo planificando su venganza. Podemos imaginar ese lapso como la suma de muchas cosas. De mañanas en las que no debe haber probado bocado, de tardes lánguidas, de noches infinitas. Del fantasma de su hija corriendo descalza por los pasillos. De lágrimas calientes, de comidas insípidas, de insomnios donde imaginó una y otra vez lo que haría, el 6 de marzo de 1981.
Fue muchas personas durante ese lapso. Fue la madre que hizo (que trató de hacer) el duelo por su hija asesinada de siete años. Fue la que recibió sin sentir las condolencias de su familia y amigos.
Fue la que compró en el mercado negro alemán una pistola Beretta 70, de origen italiano, semiautomática, y la guardó en algún cajón secreto de la casa.
Fue la que los fines de semana (en los que antes salía a pasear con su hija, a tomar un helado, a caminar por el costado del río) se iba a las afueras de su ciudad, Lübeck, a probar la pistola contra el lomo castigado de un árbol viejo, aprendiendo a sostenerla con una sola mano, a recibir los embates del retroceso, a pararse con los pies separados, a no cerrar los ojos.
Fue la que se familiarizó con esa pistola al punto de soñar con ella.
Fue la que se metió el arma en el bolsillo, la mañana del 6 de marzo de 1981, con el objetivo de matar al asesino de su hija y se dirigió al juzgado para escuchar su sentencia.
Marianne y Anna vivieron siete años en relativa felicidad, solas contra el mundo, hasta que Klaus Grabowski se cruzó en su camino.
Marianne Bachmeier, durante el juicio que le hicieron por asesinato.
Una vida durísima
Marianne Bachmeier tenía, en ese momento, 21 años. Su padre era un nazi sin complejos, miembro de las Waffen SS, y después de la Segunda Guerra Mundial tuvieron que huir con su familia a Sarstedt.
El padre se pasaba las tardes en un bar, tratando de olvidar su propio fracaso. Volvía a la casa borracho, era violento con la madre y Marianne. Poco después las abandonó, y la madre volvió a estar en pareja, pero el padrastro de Marianne no era mucho mejor que su verdadero padre: también era violento y golpeador.
La madre tampoco era una mujer fácil. Conservadora, castradora, manipuladora: una sombra terrible cerniéndose sobre la vida de su hija.
Cuando a los dieciséis Marianne quedó embarazada por primera vez, la madre la obligó a dar a su hijo en adopción. A los dieciocho volvió a quedar embarazada: otra vez su madre intervino para que su bebé fuera dado en adopción.
Una noche, Marianne fue violada por un desconocido. Quedó traumada por el hecho: se prometió entonces que si tendría otro hijo lo criaría sola, sin ayuda de los hombres que eran en el fondo unos verdaderos cerdos.
En 1972 quedó embarazada de Anna. El padre era el gerente del bar donde trabajaba. A despecho del consejo de su madre, que pretendía que otra vez la entregara a los servicios sociales, decidió tenerla, y se hizo una ligadura de las trompas de Falopio para evitar nuevos embarazos.
Marianne encontró en Anna un verdadero sostén. Las personas que la conocieron declararían en el juicio que le iban a realizar a ella, poco después de lo que hizo, que nunca habían visto a una madre tan dedicada.
Anna la acompañaba al trabajo y era como una pequeña adulta, acostumbrada desde niña a jugar en la calle mientras la madre (que hacía el horario nocturno en un pub) dormía. Vivieron siete años en relativa felicidad, madre e hija solas contra el mundo, y entonces Klaus Grabowski se cruzó en su camino.
Grabowski era carnicero. Había sido condenado a un año de cárcel y un tratamiento siquiátrico por la violación de dos niñas.
Marianne Bachmeier y su hija Anna, que fue asesinada a los 7 años.
La trampa del lobo
Grabowski era un carnicero de treinta y cinco años que vivía en el barrio. Había sido condenado a un año de cárcel y un tratamiento siquiátrico por la violación de dos niñas. En 1976 se había sometido de forma voluntaria a una castración química (años después siguió un tratamiento hormonal para revertirla). Grabowski estaba de novio y habían determinado una fecha para casarse.
Cada vez que madre e hija iban a la carnicería, Grabowski se quedaba un rato hablando con Anna, acuclillado. Era simpático; sabía entablar relaciones con los niños, podía advertir qué les gustaba. En algún momento en que la niña se cruzó con él, en la carnicería o en la calle, hablaron de mascotas.
La pequeña Anna estaba frustrada porque su madre, ocupada en su trabajo en el pub y su crianza, no le dejaba tener animales en su casa. Grabowski, como el lobo del cuento, aprovechó la situación.
Le dijo que en su casa había varios gatos, que podría ir a verlos cuando quisiera. Ella le respondió que su madre no la dejaría. Grabowski le propuso un plan.
El 5 de mayo de 1980, siguiendo el plan trazado, Anna se despertó de malhumor y afirmó que no quería ir a la escuela. Marianne intentó convencerla durante un largo rato; al final, desgastada, la dejó salir a jugar. Anna salió. Fue la última vez que Marianne la vio con vida.
Se sabe que Grabowski la violó y después la asesinó, estrangulándola con las medias de su prometida, para que no confesara su crimen. Se sabe que escondió el cadáver de la niña en una caja y que la llevó hasta un canal, al borde de la ciudad, esperando que se hiciera de noche para enterrarla.
Mientras tanto, Marianne había dado aviso a la Policía por la desaparición de su hija.
Esa noche, angustiado, Grabowski le contó a su prometida lo que había hecho. Discutieron y él se fue a tomar cerveza a un bar. Apenas salió, su prometida fue a la Policía y lo denunció. Entraron al bar y lo arrestaron cuando estaba a punto de tomar su tercera cerveza.
Marianne ingresó al lugar con las manos en los bolsillos. Tenía un rodete en el pelo. No parecía nerviosa ni alterada. Sacó la Beretta y disparó ocho veces.
Marianne Bachmeier había tenido una infancia y juventud muy duras.
Al principio, Grabowski negó la violación: cuando le hicieron las pericias al cadáver de Anna no le quedó más que aceptar la dimensión cabal de su crimen.
En las preliminares del juicio, declaró que fue Anna la que quiso seducirlo y extorsionarlo, que lo amenazó con la cárcel, que le prometió que le contaría una sarta de mentiras a su madre. Dijo que la pequeña le había pedido dinero a cambio de su silencio.
Marianne estaba en el público cuando oyó eso. Fue entonces cuando decidió que lo mataría.
El miércoles 4 de marzo de 1981 comenzó el juicio. Marianne asistió a las primeras audiencias. Ya sabía lo que iba a hacer y en su exterior parecía tranquila. A todo el mundo le asombraba su temple: no pronunció una palabra, siquiera.
El viernes 6 amaneció lluvioso y frío. Iba a tener lugar la tercera jornada del juicio, el tribunal estaba casi vacío. Grabowski fue sentado en el banquillo de los acusados, de espaldas al público.
Marianne se había llevado un gran abrigo blanco con bolsillos amplios y no fue revisada en la entrada por los guardias, que consideraban de mal gusto molestar a una madre que había perdido a su hija. La sala de audiencias tenía los techos altos, y los que hablaban lo hacían en voz baja.
Marianne ingresó al lugar con las manos en los bolsillos. Tenía un rodete en el pelo. No parecía nerviosa ni alterada. Sacó la Beretta y disparó ocho veces. Los hombres que estaban detrás saltaron del susto. El cuerpo de Grabowski se desplomó en el piso.
Los policías la apresaron. En ese momento lamentó no haber podido dispararle de frente para que Grabowski le viera la cara.
Los peritos médicos le pidieron que escribiera algo para analizar su letra: ella escribió que lo había hecho por su hija y dibujó siete corazones, uno por cada año de vida de su hija Anna. La apresaron, la sometieron a un juicio y la condenaron a seis años de prisión, pero sólo cumplió tres.
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