Adaptación de la novela de Tomás Eloy Martínez, sobre el periplo de sus restos bajo dictadura, la miniserie Santa Evita añade al cine un thriller de giro gótico, que la emparenta con los desaparecidos.
Ninguna figura argentina condensa y activa el tumulto de emociones como lo hace Evita. Pasaron siete décadas y cada momento histórico la relee a su manera, la inserta en los sistemas de creencias de su tiempo, en nuevos juegos de sentido.
Las Evitas no habitan únicamente los espacios controlados de la historiografía (más oficial o más revisionista), sino que son lanzadas una y otra vez tanto al terreno conflictivo de la disputa partidaria, que también es necesariamente estética, como al más despolitizado de la industria del entretenimiento. Y el mito sobrevive, capaz de hacer emerger y actualizar un haz de pasiones originarias.
Producida por Disney, a estrenarse el 26 de julio en la plataforma Star+, Santa Evita está basada en la novela de Tomás Eloy Martínez, el mayor bestseller argentino hasta Sinceramente. Cada nueva iteración de Eva funciona entonces dentro del régimen de lo que el historiador de arte alemán Aby Warburg llamó pathosformel o “fórmulas del pathos”, un conjunto de formas que sintetizan las emociones que configuraron la experiencia de una cultura y de su comunidad. La sobrevida de Evita, su insistencia a través del tiempo y las épocas, trae algo del pasado al presente pero también se transfigura con los vaivenes históricos.
Esto puede seguirse en el cine, medio que estuvo tan ligado a la construcción del peronismo como hito político argentino y también al propio origen como actriz de Eva Duarte. A partir de la ópera de Andrew Lloyd Weber, Evita muta en figura global del pop, asociada luego a Madonna y, recientemente, invocada como fantasma en la comedia musical Happyland, extractos y perfumes, de Gonzalo Demaría y con puesta de Alfredo Arias, sobre los avatares de Isabelita Perón, que la releva en clave de tragicomedia.
O bajo la efervescencia de Copi en la puesta de Marcial Di Fonzo Bo, con Benjamín Vicuña travestido como Evita en sus últimas horas. En ambos casos, las versiones pop y la mirada queer realizan acercamientos amorosos más allá del universo del peronismo.
Después de la Evita de Madonna, que vive según las reglas del drama musical y su artificialidad, las hubo argentinas: la de Esther Goris en Eva Perón (de Juan C. Desanzo, 1996): flamígera, casi siempre desfigurada por una mueca de furia o ironía, que reúne el sentimiento de entrega y solidaridad con el deseo explícito de revancha. O la de Leonardo Favio en Gatica (1993), agonizante y muda, en una bata blanca y rodeada de un halo, como si el director dijera, con su honestidad habitual, que se trata nada más ni nada menos que de una santa.
Quedan otras, menos pregnantes, como la de Julieta Díaz en Juan y Eva (2011), o Eva de la Argentina (2011), animada y con guión de María Seoane, destinada a un público infantil y reducida a los estrechos límites de la propaganda política. Esta nueva Santa Evita gótica, nocturna –Martínez hablaba de la necrofilia argentina refiriéndose a las manos de Perón– hurga en las distinciones entre civiles y militares e introduce sobre el trauma nacional de los desaparecidos, como si afirmara que esa línea oscura de la historia argentina empezó a escribirse antes, ya con la propia Eva y el secuestro de su cuerpo.
De la novela al guión
Cada versión añade un fragmento a la figura general, una totalidad imposible de saturar y en constante mutación. La mitología peronista tiene en Evita uno de sus principales tótems, en torno del cual se aseguran la vigencia y reproducción de una cosmovisión que, a su vez, cambia y se adapta siguiendo los vaivenes de las coyunturas.
El escritor Tomás E. Martínez comprendió como pocos este funcionamiento y se convirtió en uno de sus constructores. Presentadas y leídas como relatos novelados con una base documental, La novela de Perón (1985) y Santa Evita (1995) expandieron una leyenda prefigurada en el relato breve “Esa mujer”, de Rodolfo Walsh, publicado en 1965 en la antología Los oficios terrestres y testimonio de la Resistencia Peronista.
La Eva que encarna Natalia Oreiro en Santa Evita, la miniserie de siete capítulos, de la que hemos visto tres episodios en avance, es la primera que produce Disney para Latinoamérica. Durante años pareció imposible de llevar al cine: la cantidad de líneas narrativas, locaciones y géneros, y el juego con los registros de la ficción y el periodismo la volvían un objeto inestable, de alta complejidad.
Seguramente eso explica los proyectos de adaptación truncos, como lo cuenta Alejandro Maci, uno de los directores de la miniserie junto a Rodrigo García. Los avatares de la historia hicieron que Rodrigo, hijo de Gabriel García Márquez, fuera el principal motor del proyecto, replicando así el gesto de Tomás Eloy al entrevistar a Márquez por el lanzamiento de Cien años de soledad, tapa de la revista Primera Plana.
La miniserie hace pie en el periplo tortuoso de los despojos de Eva embalsamada, cuyo estatuto oscila entre la realidad histórica y la ficción declarada. El repertorio de protagonistas incluye a Pedro Ara (Francesc Orella), médico especialista en conservación, encargado de eternizar a Evita y volverla un dispositivo de adoración popular; a Carlos Moori Koenig (Ernesto Alterio), militar de inteligencia y edecán de Eva, que la espía durante su enfermedad y recibe la misión de enterrar secretamente el cuerpo; y a Mariano Vázquez (Diego Velázquez), periodista que tiempo después investiga la trama de conspiraciones y ocultamientos que rodeó la desaparición de los restos de Evita, justo cuando los militares buscan una tregua con Perón ofreciéndole la restitución del cuerpo.
Vázquez, justamente, es quien condensa el paso de la novela a la serie. El cronista aparece investido con los rasgos de Martínez y tiene a su cargo movilizar la pesquisa destinada a suplir en el relato audiovisual la que el narrador presenta en primera persona en el libro.
La trama se desarrolla en el corazón mismo del culto a Evita (interpretada por una Natala Oreiro severa y precisa, que bajó diez kilos para el papel). Una vez muerta, a la manera del mausoleo de Lenín en la Plaza Roja de Moscú, Perón dispone los planes para la construcción de un monumento majestuoso en el que habrán de congregarse las masas de fieles que rendirán tributo a la jefa espiritual y a su obra. Para eso, Perón encomienda a Pedro Ara, un anatomista aragonés especialista en embalsamamiento, que prepare el cuerpo para volverlo inmune al deterioro, una metáfora que sintetiza las ambiciones de eternidad del matrimonio gobernante.
En el edificio de la CGT, Ara instala su laboratorio: el hombre trabaja afanosamente y la tarea se extiende a lo largo de tres años. Su libro, El caso Eva Perón (1974) es la herramienta de la que se sirve Martínez para intensificar la caracterización del Ara de la novela. La multiplicación del cuerpo, mediante la creación de copias destinadas a engañar al gobierno de facto, impregna la memoria popular, aunque su estatuto sea todavía difuso: una vez más, el hecho verídico motoriza las posibilidades de la ficción.
Las dificultades que atraviesa el gobierno peronista y el golpe de 1955 interrumpen definitivamente la labor. Ara, despojado ahora de su objeto de devoción, se convierte en el primer hombre cautivado hasta los límites de la obsesión por el cadáver. Le seguirán otros, como el militar Moori Koenig y el propio Vázquez/Martínez, cada uno con sus objetivos, todos bajo la influencia de un deseo innombrable.
Hasta después de muerta
“La propuesta de la adaptación fue respetar el espíritu de la novela pero volcándola hacia el género de intriga, el thriller. Queríamos que hubiera una mirada actual, por eso la serie se concentra sobre todo en la historia del cuerpo de una mujer que es manipulado y ultrajado por un hombre (Moori Koenig) cuando ella ya no podía defenderse”, le dice a Ñ Marcela Guerty, coguionista de la serie junto a Pamela Rementería.
Si en el libro los tránsitos del cadáver disparan no solo distintas líneas narrativas sino también preguntas y reflexiones (en la voz de Tomás Eloy Martínez), la serie, debido a las restricciones temporales que impone el formato, se concentra especialmente en las maneras en las que la posesión ilegítima del cuerpo abre, cruza y desata las trayectorias de los protagonistas. Esto plantea un problema cinematográfico: los realizadores tienen que dar con la forma que permita filmar el cuerpo y extraer de él el combustible pasional que alimente la fiebre tanto de Ara como de Moori Koenig e incluso del propio Vázquez.
Las guionistas trabajaron en conjunto con los dos directores, y la cuestión sobre cómo construir no solo la visualidad del cuerpo sino su relación con los personajes vivos fue muy discutida. Guerty explica que filmar el cuerpo implicaba problemas distintos a los de la literatura: una sola imagen de un cadáver puede provocar un haz de emociones mayor, y de mayor fuerza que una descripción escrita, sobre todo cuando se trata de representar las maneras en las que los vivos se disputan a una muerta.
Rementería cuenta que el cuerpo “fue tratado como un personaje más. Lo pensamos así, con una entidad, con una tridimensionalidad particular. Lo hicimos de ese modo porque la Eva muerta seguía siendo peligrosa, casi tanto como en vida. Para los militares era fundamental que no tuviera una tumba reconocible: si eso llegaba a saberse, el cuerpo cobraría un poder que ellos no podían controlar”.
La serie refuerza por estos medios el carácter mítico de la Evita histórica a través de la figura de un cuerpo que parece seguir resistiendo los embates de quienes fueron sus adversarios en vida, y que hasta despierta en ellos distintas formas de perversión cuyo rango oscila entre la revancha tardía, el culto religioso y el deseo sexual. Por lo que, de alguna manera, si el cadáver no posee los atributos de la vida, se comporta como si estuviera imbuido de alguna forma de vitalidad secreta que al mismo tiempo captura y confunde a sus perseguidores.
“Todos los que interactúan con ese cuerpo lo hacen como si estuviera vivo, como le pasa a los hombres que parecen enamorarse de ella: en la manera en la que le hablan, o en cómo se involucran sentimentalmente. Estos momentos los trabajamos como una escena entre dos en la que uno habla y el otro no, pero el cuerpo igual responde. Se construye, aunque no lo parezca, alguna especie de diálogo”, refiere Guerty. Esto se puede ver en el tratamiento visual de las escenas, en las que el cuerpo, ante un parlamento enunciado por otro, tiene su contraplano propio, que no es otra cosa que el recurso cinematográfico que permite filmar una conversación o, en este caso, construir la ilusión de un intercambio.
Vivir su vida
Cuando se trata de la Evita viva, la serie (como la novela) se mueve a través de un terreno dividido: mientras la Eva pública se consolida de cara a sus fieles, la Eva íntima sufre no solo la inminencia de la muerte sino también las leyes férreas del poder. Atento a las presiones del partido y el establishment, y en contra del reclamo de sus seguidores, Perón frena la candidatura a la vicepresidencia de su esposa. Más allá de la contundencia de las razones aducidas por el marido, tan biológicas como estratégicas, Eva padece el peso inexorable de un campo político todavía dominado por hombres que, a fin de cuentas, la ven como una anomalía incontrolable.
“En todas las fotos que veíamos, Evita está rodeada de hombres, es impresionante. Tratamos de encontrar narrativamente, entonces, una suerte de ‘detrás’ de esas fotos”, cuentan Guerty y Rementería. Las guionistas explican que, para construir tanto la infancia como la juventud y los últimos tiempos de Eva, trataron de ser lo más fieles que pudieron a los datos históricos, pero partiendo de los hechos menos conocidos de su vida.
El principal interés estuvo, afirman, no tanto en la dimensión político-partidaria de la figura sino en su trabajo por las mujeres: “Todo lo que hizo ella repercute en los argentinos hasta ahora. Tuvo una obra magnánima en muy poco tiempo. Es una mujer que toda la vida corrió, corrió por ella y por los demás. Hasta que cayó, porque el cuerpo de alguna manera le estalló. Pero fue para adelante, fue la primera. Ella quiere levantar a la mujer y sacarla del lugar en el que el hombre la puso”.
Como todo relato de largo aliento, como toda fábula, la peronista también sabe acomodarse a los requerimientos de su tiempo: si en el pasado Evita fue objeto emblemático del feminismo, y motivó allí grandes polémicas dado que sus discursos no exhibían los signos de ese movimiento, en el presente pareciera que no puede sino funcionar en esa interpretación .
Impriman la leyenda
La novela es un mosaico de tonos y registros donde conviven toda clase de géneros, fórmulas y atmósferas: Martínez puede pasar de la pulsión de la conspiración a los vapores tóxicos que llenan el laboratorio de Ara, del drama social con el que se relata la juventud de Eva, a la reflexión del cronista en primera persona. La serie, por razones de extensión, está obligada a reducir y sustraer, a reconcentrar. El centro sobre el cual se pliegan todas las líneas pasa a ser, entonces, el thriller. Las idas y vueltas entre las distintas épocas son amalgamadas por el vértigo del género: una vez iniciado el plan del gobierno de Aramburu destinado a enterrar en secreto el cuerpo, el relato se acelera y los hechos se precipitan.
En este punto es que la serie confirma su estatuto de artefacto narrativo: Alejandro Maci aclara que, si bien Santa Evita trabaja sobre una figura nodal para la política argentina, está concebida especialmente como un relato destinado a seducir a un público global. La intriga debe poder capturar el interés del espectador ajeno a la historia política del país, por lo que el guión busca evitar el localismo. “Espero que el relato resulte tan hechizante como lo fue para nosotros, que el mix que logró Tomás Eloy Martínez pueda trascender”.
Si la novela fue un best-seller de proporciones, la serie se propone llevar la historia a otras latitudes y generaciones. Los códigos del thriller proveen, entonces, los recursos que amplifican en el tiempo la leyenda peronista pisando, como lo hiciera Martínez, un terreno incierto que mezcla Historia y ficción sin explicitar nunca la distinción entre ambos, como el cuerpo que elude una y otra vez los planes de sus captores.
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