Asistimos a la parada de su gira latinoamericana en Lima y descubrimos todos los detalles del espectáculo que llegará a España este verano en una extensa gira
Este concierto en Lima brilla por su organización y quienes llegamos a las 18.00 horas al Estadio Nacional podemos entrar sin hacer cola. El césped del campo de fútbol está cubierto con rígidas baldosas de polipropileno. Nos sentamos a esperar, pero son más incómodas contra nuestros traseros que bajo los pies. Al poco, más de 40.000 entusiastas abarrotan el estadio.
Imposible tratar de explicar el éxito imperecedero de Luis Miguel a quien no haya mamado su música desde niño. Todos los latinoamericanos lo han hecho y por eso lo adoran, por más que su música sea un arbitrario repertorio de versiones con alguna canción específicamente compuesta para él. Hoy han acudido todas las generaciones y clases sociales, y la devoción se pinta en las caras de mujeres y hombres por igual. En las mujeres, un poco más.
A las 19.00 horas ya anochece y sobre la colosal multipantalla que rodea el escenario se proyecta un colorido amanecer virtual: el Sol de México está por llegar, una metáfora apta que todos entendemos. Los fans se tensan y, a 70 metros del tablado, en nuestra Zona VIP (denominada así con mucha imaginación y cuyo acceso me ha costado 150 euros), organizan una muralla humana que ya nadie va a atravesar. Quienes regresan de hacer sus necesidades en los retretes portátiles a ambos lados del campo y tratan de reincorporarse a sus puestos de avanzadilla se embarcan en acalorados enfrentamientos de voces abocinadas con quienes no se lo permiten.
Los ataques verbales entre mujeres son especialmente cruentos. Más de una tiene razón e increpa a algún jeta que sitúa su metro noventa frente a una señora sexagenaria que no va a poder ver nada de ese modo. Aunque a decir verdad, como luego comprobaremos, con el horizonte despejado tampoco podríamos atisbar gran cosa.
Pasa un cuarto de las 20.00 horas y nos impacientamos porque la espera de pie resulta incómoda, apretujados sobre el terreno: parafraseando el chiste clásico de Lubitsch, «Luis Miguel pone el campo y nosotros ponemos la concentración». El sol virtual lleva congelado un rato largo y ni pestañea. Pero, al fin, resuenan las fanfarrias… y el público enloquece.
Una efectiva y sofisticada orquesta ocupa su sitio repartida en varios niveles. Luis Miguel aparece por una esquina y la gente enardecida no necesita más: desde donde estamos, él es apenas el Hombre Hormiga de la Marvel, pero a sus fans no les importa. ¡Para eso traen su «celular»! Miles de brazos erectos graban la multipantalla con el móvil y sus dueños vociferan las canciones sin atender al escenario. Esto no es un concierto en vivo: es una transmisión en directo percibida a través de dos pantallas superpuestas.
Los vientos retruenan y los sintetizadores arrullan. Luis Miguel aprovecha que todo Perú corea para saltarse fraseos y ahorrar esfuerzos inútiles. No ha saludado ni dirá nada al público. Nunca lo hace. No parece tener nada que decir, prácticamente ha nacido sobre un escenario. Con un golpe de cadera maneja el cotarro si se le despista. No sube a una fan con él: agarra al vuelo el dron oficial y mira seductor la cámara inserta, encuadrando al público. Es como si nos hubiera subido a todos a lomos de la aeronave.
Pero comprendo por qué las redes bromean con que lo ha sustituido un doble: será alguna operación de cirugía plástica o de banda gástrica o ambas, pero su estampa alambicada desconcierta. Su inamovible sonrisa de galán rejuvenecido a golpe de cincel lo hace parecer un muñeco de ventrílocuo suelto en plaza. Canta a golpes cortos y remacha con pucheros disforzados de bebé atrapado por la cabeza en el parto.
En menos de dos horas repasa a grandes rasgos su longeva trayectoria, a veces en popurrís aliviadores. Cuando era un chavalín y lo producía Juan Carlos Calderón grababa lo que le echaran, desde Ahora te puedes marchar (el I only want to be with you de Dusty Springsfield), Será que no me amas (el Blame it on the boogie de The Jacksons) o la multiusos Cuando calienta el sol. Melodías que tararearíamos distraídos en la barra de un chiringuito aquí son secundadas por 40.000 gargantas con entrega de procesionarios. Quizás el tema más interesante de su etapa juvenil sea la bonita Palabra de honor, balada con buen contrapunto de coros que le confeccionaron los ex miembros de La charanga del tío Honorio, los del Hay que lavalo.
Arropado por los aires de gran orquesta, el divo mexicano se permite a media actuación dos extravagantes duetos post mortem: el primero con Michael Jackson y el segundo con Frank Sinatra. En el último tercio irrumpe un fastuoso mariachi, que aporta los momentos más vibrantes: La Bikina sigue siendo la mejor versión en toda la carrera de Luismi, donde más orgánicamente se integra y atempera su voz exhibicionista entre cadencias de un melodrama sonoro. En sus reinterpretaciones de boleros mejor no abundar: cuando alguien canta «nosotros que nos queremos tanto debemos separarnos» sin desterrar su psicopática sonrisa, lo que menos se espera es el delirio general.
Luis Miguel es un profesional de primera y un cantante que valdría la pena escuchar en recitales para recintos pequeños. Tal como nacen planteados estos macroconciertos, se traducen en baños de masas entregadas a la adoración de un Rey Sol eclipsado a bramidos. A destacar, durante el regreso en bloque a casa, la proliferación de luismigueles ambulantes que, por las calles anexas al estadio, entonaban sus propias versiones para rebañar la predisposición de las fans, quienes ebrias de emoción dejaban generosas sus monedas a estos voluntariosos premios de consolación.
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