El ex presidente contó en su libro por qué en el gobierno no existe el plan perfecto y hay fallas.
El economista Ernesto Schargrodsky tuiteó en la semana:
“Academia: ámbito donde la gente parece más inteligente de lo que en realidad es. Organismos internacionales: ámbito donde la gente parece menos inteligente de lo que en realidad es. Gobierno: ámbito donde la gente te putea por más inteligente que seas”.
Como los economistas pueden desempeñarse en cada uno de estos tres ámbitos que Schargrodsky menciona —academia, organismos internacionales y gobierno—, reemplazando la palabra gente por economistas se obtiene un proxy de una de las conclusiones del primer volumen de memorias de Barack Obama, Una tierra prometida: no están dadas las condiciones para el éxito de una gestión y de una política aun contando con los mejores economistas.
El ex presidente de la economía más grande del mundo reunió una selección de los técnicos más prestigiosos (formaron parte de su equipo desde un ex presidente de Harvard hasta una figura mítica de la política monetaria y la Reserva Federal). Su libro revela dos lecciones al respecto.
Primero, “las grandes iniciativas de la Casa Blanca, como una importante rebaja fiscal o una revisión de las normas, generalmente no tienden a producir ningún tipo de influencia apreciable en el crecimiento del PBI o el empleo en meses o incluso años”.
Segundo, “me di cuenta en mi trabajo de que lidiaba constantemente con probabilidades”.
¿Pero cómo? ¿Tan pocos resultados y tanta incertidumbre enfrenta un presidente aun contando con los mejores economistas?
“Conozco la frase de Obama, es astuta su postura”, apunta Walter Sosa Escudero, economista, profesor de la Universidad de San Andrés y autor de éxitos como Big Data. “ Una cosa es predecir eventos y otra predecir probabilidades de eventos. Los problemas están íntimamente relacionados, pero no son idénticos”.
Philip Tetlock, en su libro Superforecasting (El arte y la ciencia de pronosticar), rescata la importancia de la herramienta de la probabilidad. “Aun cuando los resultados sean difíciles de predecir”, defiende Sosa Escudero.
Buscar la solución perfecta en un despacho del Ministerio de Economía o del Banco Central puede conducir a la parálisis. Obama cuenta bien ese punto en su libro. Enfrentó esa sensación cuando sus economistas, todas figuras, Tim Geithner (secretario del Tesoro), Larry Summers (director del Consejo Económico Nacional), Christina Romer (presidenta del Consejo de Asesores del Presidente) y Paul Volcker (asesor especial), discutían si había que seguir ayudando a los bancos. Eran tan detallistas en sus planteos que la descripción de la escena hace recordar al inconducente de ‘Funes el memorioso’, personaje del cuento de Jorge Luis Borges.
Los seguidores de Obama vivaron sus discursos allá por 2007-2008. Sus ideas eran una vuelta de página a la política tradicional de Washington. También la reacción a las políticas de George W. Bush al ataque a la Torres Gemelas de 2001 y a la crisis financiera de 2008 (ayudó a los bancos).
Obama admitió en su libro que la gestión resultó más dura que la retórica.
“Una de las cosas que pronto descubrí acerca de la presidencia era que ninguno de los problemas que acababan en mi escritorio, nacionales o extranjeros, tenía una solución nítida ni completa. De haber tenido, alguna otra persona que estuviera por debajo de mí en la cadena de mando ya lo habría resuelto. En cambio, yo lidiaba constantemente con probabilidades: una probabilidad del 70 por ciento, pongamos por caso, de que la opción de no hacer nada terminara en desastre; una probabilidad del 55 por ciento de que tal enfoque en lugar de tal otro pudiera resolver el problema (con una probabilidad del 0 por ciento de que funcionara exactamente como se esperaba); una probabilidad del 3 por ciento de que lo que fuera que eligiéramos no funcionara en absoluto, junto con una del 15 por ciento de que en realidad agravara el problema”.
Si eso es Washington, ¿qué queda al resto?
Obama ensaya una respuesta. “La mayoría de los presidentes del mundo trabajan sin conocer el impacto económico de políticas y decisiones”.
Otro aspecto clave que el ex mandatario rescata de trabajar codo a codo con mentes brillantes y mejorar el proceso de toma de decisiones, es “haber dejado mi ego aparte y escuchar la verdad, siguiendo los hechos”. Aún así, “a veces daba igual lo meticuloso que el proceso de toma de decisiones de uno fuera. Uno simplemente está jodido y lo mejor que puede hacer es tomar un trago y encender un cigarrillo”. Como dice la máxima Schargrodsky: la gente puteará al presidente o a sus economistas por más inteligentes que sean.
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