Mientras el enorme Imperio Británico que una vez presidió se encogió, su influencia simbólica solo pareció crecer.
La reina Isabel II, que salvó la monarquía británica y conservó su misterio, ha terminado sus 70 años de reinado y sus 96 años de vida. Un funeral con tradiciones y uniformes, que parecen arrancados del medioevo.
Pero que es una herencia de la reina Victoria, cuando se volvió impopular tras la muerte de su marido, porque permanecía indefinidamente en el Palacio del Balmoral. Así nació toda esta pompa y circunstancia, que la Casa de Windsor ejerce con excelsa perfección, como en un cuento de hadas, príncipes y princesas. La última Corte en practicarla con coreografía perfecta.
Miles de británicos se despidieron de una soberana con sonrisa imperturbable y mesurada de Gioconda británica y ojos turquesas.
Ma´m, como la llamaban oficialmente, ha dejado el trono a su primer hijo Carlos III, más vulnerable, tímido, y excéntrico, que cambiará y modernizará una monarquía delineada por su bisabuela Mary, un carácter brutal, absolutamente obsesionado por la abdicación de Edward VIII por amor. Un acto que convirtió a la pequeña Lilibeth y a sus padres en reyes y su heredera, cuando jamás lo imaginaban.
En noviembre de 2009, la reina Isabel en su carruaje. Foto Reuters
Una historia de 70 años
Isabel II encarnó toda la historia contemporánea de Reino Unido y el mundo en sus 70 años en el trono. Tuvo de interlocutores a todos los políticos del planeta: desde Winston Churchill al general Charles de Gaulle, desde John Kennedy a Nehru, de Barak Obama al Papa Francisco. Ella fue, a la vez, comandante en jefe de las fuerzas armadas y gobernadora suprema de la Iglesia Anglicana.
Elizabet Regina era su nombre oficial. ER, como firmaba oficialmente, decoró con sus fotos ministerios, embajadas, buzones colorados para las cartas y monedas. Los pasaportes, las declaraciones de impuestos y los permisos de conducir fueron emitidos en su nombre.
Inescrutable, sin mostrar la menor emoción en las más felices o las peores circunstancias, Isabel II hizo de la distancia su estilo de reinado. Impasible frente a las mejores o peores circunstancias. Una característica que le ganó la admiración de hasta los republicanos que combatían la monarquía.
Isabel y Carlos en el Castillo de Windsor en 1969. Foto AFP
Es parte de la paradoja. Ella era más popular que la monarquía como sistema de gobierno británico. Hasta los republicanos llegaron a admirarla. Hoy se interrogan sobre un rey de transición, como Charles III, su heredero, que no puede controlar la pública guerra entre William y Harry, sus dos hijos.
Educada en el palacio por tutores, con un excéntrico vice tutor del colegio de Eton que le enseñaba historia constitucional, un francés impecable y sin mayor amor a los libros, la reina mantuvo un diario de su vida, que se llevara a los archivos reales para no ser leído jamás o dentro de 300 años.
Esta aristócrata de nacimiento consiguió ser “una verdadera reina”, como dijo, admirado, el presidente francés François Mitterrand, que soñaba como morir como un emperador egipcio.
La construcción del mito
La reina murió sin dar una entrevista jamás en su vida. Su silencio fue parte de la construcción del mito. La soberana era como una deidad elegida por Dios para reinar.
Desde su asunción, Isabel II se despertó con la música escocesa de Sovereign Peper en su ventana. Junto a Felipe, su esposo, desayunaban con su ritual. Tostadas, mermelada de naranja, cereales, té Darjeeling con una nube de leche de las vacas Jersey que venían de Balmoral, en silencio y escuchando la radio 4 BBC.
Ella leía el Racing Post, el diario de turf, por su amor a los caballos .El muy intelectual, políglota y conservador duque de Edimburgo leía The Daily Telegraph, su primer diario de varios.
Su enorme despacho en el palacio de Buckingham estaba pintado verde malva, con su chimenea en beige y marrón, rodeado de fotos de familia, de tinteros. Los documentos oficiales eran firmados en tinta negra y la correspondencia privada -mucha porque entre los Royal se escriben en vez de hablarse- en verde.
Una foto oficial de 1947 de la futura reina Isabel II. Foto Reuters
Junto a su secretario, ella pasaba revista a las famosas Red Boxes, que traían los documentos confidenciales del gobierno que debía leer como jefa de estado. A la llave solo la tenía ella.
La agenda de la reina no era flexible. Su empleo del tiempo era rigurosamente distribuido para mantener veinte semanas de vacaciones al año.
Pero había fechas inalterables: el 21 de abril, el día de su cumpleaños, reservado a la reunión anual de la Orden de la Jarretera. Los cursos hípicos de Epson y Royal Ascott, donde solo solo faltó dos veces, y su aniversario oficial, celebrado con la ceremonia de Trooping the Colour, un larga parada militar, que presenció este año antes de morir.
En otoño, estaba la ceremonia del Armisticio en el Cenotafio. Su ausencia este año indicó la gravedad de sus problemas de salud.
Recibía en su palacio dos visitas de jefes de Estado extranjeros al año y sus desplazamientos en provincia y fuera del Reino Unido. Una actividad que en los últimos años delegó en su hijo Carlos, en sus nietos William y Kate y Harry y Meghan, antes del exilio.
Antes que el avión o el helicóptero, la soberana prefería desplazarse en el tren real para sus giras. Dormía en la estación en su vagón bordeaux y gris y se presentaba ante sus súbditos. El tren era parte de la magia “vintage”, de la nostalgia del imperio.
Una reina discreta
La reina era discreta en sus desplazamientos. Solo tres autos, precedidos por dos motos de la policía, sin sirena. Al lado su manta escocesa para cubrir sus piernas. A la seguridad se sumó un oficial de la policía anti terrorista y sus custodias estaban armados con Glock, una pistola austriaca. Ocho oficiales la vigilaban 24 horas al día para prevenir un atentado.
El trabajo de una reina impone obligaciones rituales, como las condecoraciones. Una ceremonia que jamás cambió desde 1876 y que se repetía 210 veces por año. La fueron reemplazando en sus últimos años el príncipe de Gales y su hijo William.
Los Garden Partys fueron otras de las características de su reinado. Ocho mil personas apiladas en el jardín del palacio de Buckingham. La reina aparecía, se escuchaba en God Save the Queen y ella se sumergía entre la multitud. Los invitados estaban pre seleccionados.
El dialogo era de solo dos frases. El camino terminaba bajo la tienda real y la reina desaparecía. No la volverían a ver. Aunque el Garden Parry continuara.
La reina Isabel en 1969 con el príncipe Carlos. Foto Reuters
Te, café, limonada, sándwiches de pepinos, de pate foi y de salmón, dulces, con las mesas cubiertas de rosas, gladiolos y margaritas. Las orquestas de granaderos tocaban música ligera. A las 6 de la tarde sonaba en God save the queen. El indicativo que la fiesta había terminado. La reina, a veces, los miraba detrás de las cortinas del palacio y sonreía.
La soberana era inflexible con el protocolo. Nadie podía tocarla, ni abrazarla ni darle la mano. Mucho menos un beso. Ella siempre mantuvo la distancia. Hasta sus hijos la llamaban Majestad en público. Aun sus amigos más próximos la llamaban Maám.
En el siglo XIX, el periodista Walter Bagehot codificó la monarquía británica. “El respeto mítico y la lealtad religiosa son los engranajes esenciales de una verdadera monarquía” escribió. Elizabeth Regina lo cumplió al pie de la letra.
La caparazón anti emociones marcó su reinado y su vida. En la intimidad era divertida, con gran sentido del humor, gran imitadora. Uno de sus favoritos era el ex primer ministro laborista Gordon Brown y su acento escocés y hacer la Haka, una ceremonia maorí guerrera, en traje de noche. En público nadie podía quitarle su cara de monumento.
”Era su mecanismo de protección. Ella conoce su lugar, que es representar los intereses superiores de la nación”, dijo Robert Lacey, autor del best seller Majestad.
Un primer ministro la vio una sola vez llorar. Cuando peleaba para que incorporaran al apellido de sus hijos Mountbatten Windsor. Un reclamo de Felipe, su marido, al que parte de la familia real se oponía. El matrimonio real estaba en crisis. Felipe le decía a sus amigos, ofendido: ”Soy una amiba. No puedo poner mi apellido a mis hijos”. Era la forma Royal de esconder sus orígenes alemanes.
Las crisis familiares
Esta distancia emocional le permitió alejarse de las crisis familiares. Los divorcios de tres de sus hijos, sus infidelidades y escándalos conmovieron a la monarquía, desestabilizaron a la Casa de Windsor. Ella la salvó con su frialdad. Su estilo fue muy diferente al de la princesa Diana de Gales, que terminó divorciada de Charles y no pudo llegar a reina.
“Diana no comprendió que había que mantener las distancias con la gente. La reina debe continuar siendo un misterio total para preservar la mística de la institución. Sin eso, el trono se convierte en una silla”, interpretó Robert Lacey.
Isabel II murió sin poder reconciliar al príncipe William y a su padre, Carlos III con el príncipe Harry, su nieto, que eligió el exilio californiano y a su esposa Meghan, mestiza y norteamericana.
Harry se enteró de la muerte de su abuela cinco minutos antes del anuncio oficial del palacio de Buckingham por boca de su padre, el nuevo rey, cuando iba en un avión, solo, a Balmoral. La primera ministra Liz Truss lo sabía dos horas antes.
Una muestra de que cualquier intento de fraternal reconciliación actual es una mascarada de relaciones públicas, para evitar que Harry publique su libro de memorias y su documental.
Isabel II murió sin poder reconciliar al príncipe William y a su padre, Carlos III con el príncipe Harry. Foto Reuters
Caballos y Corgies
Su pasión por los caballos, los hipódromos, el turf fue legendario. Hasta mayo de este año cabalgó en el parque de Windsor, muchas veces con su hijo, el príncipe Andrew, expulsado de la Familia real por el caso Epstein. Era su hijo favorito y fue su forma de expresar que podría aplicar sanciones en su función de reina, pero seguía siendo una mamá.
Los corgis, unos perritos que heredó de su padre, el rey, era su otro universo, ahora heredados por el príncipe Andrés y Fergie, su ex esposa. Ella caminaba con ellos todos los días, además de sus dos labradores negros de caza.
A diferencia de Felipe, su esposo fallecido, su hermana Margarita o la reina Madre, Isabel no se interesaba por los libros o por el arte, aunque tiene la mayor colección de Leonardo da Vinci y Caravaggio del mundo. Su excepción era la fotografía, que practicaba en Balmoral o con sus caballos.
El uniforme de una reina
Una reina que debía combinar glamour con Majestad. Un duro trabajo. Sus vestidos, sombreros, colores debían fascinar al mundo entero , sin parecer a la moda. Esa neutralidad fue su ADN, su fuerza y su distinción. “Ser vista” era su lema. Por eso usaba esos colores acidulados y chillones: desde el verde loro al amarillo patito, su favorito en las celebraciones.
El guardarropa de la reina fue cambiando con los años y con su edad. Pero ella siempre lo vivió como “su uniforme”. Sombrero y tapado del mismo color , cartera negra colgada del brazo para dejar sus manos libres, collar de perlas, guantes.
La reina Isabel, en mayo de 2016, en el Palacio de Buckingham. Foto AFP
Luego de que sus modistos desaparecieran, ella eligió a Angela Kelly, su ex vestidora, como su nueva diseñadora. Ella remodeló el estilo de la soberana octogenaria y nonagenaria y se convirtió en su confidente. Las perlas, los broches, las diademas, las joyas, las condecoraciones, era ella quien estaba a cargo.
La reina poseía la más extraordinaria colección privada de joyas, que había heredado de su madre, la reina Mary y de su abuela. Los testamentos royals son secretos. Nadie sabe quién heredará las suyas ahora.
Aunque Elizabeth Windsor se convirtió en la definición misma de la palabra, no nació para ser reina. Un accidente de la historia la llevó al trono.
Hasta que su «tío David», Eduardo VIII, abdicó para casarse con la estadounidense Wallis Simpson, divorciada dos veces, en 1936, solo tenía una remota posibilidad de reinar. Incluso como heredera aparente, el nacimiento de un hermanito la habría devuelto a una relativa oscuridad aristocrática, según las leyes de sucesión vigentes en ese momento, que daban prioridad a los hombres.
Todo cambió para «Lilibet» cuando tenía 10 años y su padre, tartamudo y reacio, se convirtió en Jorge VI.
Hasta el «shock» de la abdicación, había sido criada exactamente como su hermana menor, Margaret, más extrovertida. Esa abdicación todavía traumatiza a la Casa de Windsor. Es su fantasma.
Su madre Elizabeth, la reina madre, fue su estrella emocional. Se aseguró de que las niñas tuvieran una «infancia aislada y sin preocupaciones», en contraste con las asfixiantes restricciones del Palacio que sufrió su padre.
Sin embargo, Lilibet aprendió el deber temprano.
Introvertida, se adaptó fácilmente al «magnífico aislamiento» de la vida real, rodeada de decenas de sirvientes y cortesanos.
La familia real, Jorge VI, la reina Isabel, la princesa Isabel y la princesa Margarita, se referían a sí mismos como «nosotros cuatro», y eran cercanos. Como reina, Isabel se fijó más en su abuelo Jorge V, un reformador que creía en predicar con el ejemplo. Vivía Mary, su abuela, una reina implacable y rígida .
Su biógrafo, Robert Lacey, dijo que vio el declive del sistema de clases en inglés y quería establecer una relación directa con la gente.Jorge V comenzó las transmisiones reales, que la reina usó para perfeccionar su propia mezcla de misterio e intimidad.
Su coronación el 2 de junio de 1953 fue el primer gran acontecimiento de la era de la televisión.
La desaparición del imperio
Mientras el enorme Imperio Británico que una vez presidió se encogió, su influencia simbólica solo pareció crecer. Elizabeth Alexandra Mary Windsor no fue solo la reina Isabel II. Ella era simplemente La Reina.
Para miles de millones de personas, ella era la única constante en un mundo de cambios desconcertantes. Una matriarca omnipresente que unía el pasado con el presente.
Si bien el enorme Imperio Británico que una vez presidió se redujo, su influencia simbólica solo pareció crecer. Su mística se vio reforzada por películas como The Queen y la serie de Netflix The Crown.
Su imagen era anacrónica en la modernidad, pero un símbolo de solidez y continuidad de la Casa de Windsor. Quizás solo el Papa tuvo tanta influencia. Veía a sus primeros ministros cada martes pero jamás trascendieron sus audiencias. Formalmente su rol de jefa de Estado era meramente protocolar pero puede cambiar con el nuevo rey.
Mientras que Isabel I, de la era Tudor en el siglo XVI, supervisó el nacimiento del proyecto imperial de Inglaterra, el destino de Isabel II fue ver bajar la bandera del imperio más grande que el mundo haya visto jamás. El último en irse fue Barbados, que cortó lazos con la Corona británica después de casi cuatro siglos, en 2021.
Tal vez ese giro fundamental del destino la preparó bien para los muchos otros cambios dramáticos que se avecinaban: cambios provocados por la guerra, la agitación política y social, la tragedia personal y la agitación familiar, durante un reinado que duró más que cualquier otro.
Elizabeth, quien murió el 8 de septiembre a los 96 años, puede ser mejor recordada como una líder que brindó un modelo de constancia y deber, en un mundo que cambia rápidamente.
La pregunta ahora es qué significa el fin de su gobierno para la monarquía británica. Los temas pospuestos por respeto personal a Elizabeth, ahora se reabrirán. La primera prueba será saber si Carlos III tendrá las habilidades y la calma necesaria para ser el rey de la transición a su hijo William y cómo.
PB
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