La película de William Friedkin con Linda Blair fue, en 1973, un éxito de taquilla y un fracaso de crítica. Luego se transformó en un clásico escalofriante.
El año 1973 fue aquél en que la gente se enfermaba en el cine. Vómitos, crisis de pánico, infartos, ataques de epilepsia. La responsable de semejante caos fue una película de terror basada en una novela que había pasado sin mucha repercusión por las librerías, acusada de sensacionalista y pornográfica, y a la que el Estudio responsable de su producción no había sabido, al principio, cómo “propagandear”.
Al inconsciente colectivo de unos Estados Unidos que ya se habían visto sacudidos por las secuelas de la guerra de Vietnam, la masacre de estudiantes en la Universidad de Kent State y los detalles macabros de los crímenes de Charles Manson y sus seguidores, el golpe culminante se lo daría la historia de una adolescente poseída por el demonio, y la batalla física y psicológica librada por dos sacerdotes católicos para arrancarlo de su cuerpo y su alma.
Una investigación paranormal
William Peter Blatty comenzó a escribir su novela El Exorcista al iniciarse la década del ‘50, cuando siendo un estudiante de la Universidad jesuítica de Georgetown se topó con un caso aparentemente “real” de posesión satánica, sufrido por un adolescente de Maryland en 1949, y al que había accedido a través de un artículo publicado en el Washington Post.
Blatty logró contactarse con uno de los sacerdotes que había participado en el ritual de exorcismo del “poseído” y quedó absolutamente convencido de la veracidad de su relato, a pesar de que la Iglesia Católica había declarado oficialmente que se trataba de un caso de esquizofrenia.
Entre otros temas revulsivos, la película trataba el aspecto sexual de la posesión de una preadolescente. Foto: Archivo Clarín.
Blatty decidió volcar su investigación en un libro de ficción, cambiando y agregando detalles para evitar herir sensibilidades. Pero al modificar el sexo del protagonista (en la novela es una chica, Regan, y no un chico quien sufre el acoso demoníaco) no hizo más que dotar de nuevos significados a uno de los aspectos que más poderosamente habían llamado su atención durante la investigación periodística: el marcado carácter sexual de la posesión.
Cuando apareció la novela, Blatty ya tenía un lugar en la industria cinematográfica como guionista de algunos filmes de Blake Edwards (escribió, por ejemplo, la inolvidable Un Disparo en la sombra), pero el libro, a pesar de recibir buenas críticas en general, fue mayormente ignorado por los lectores.
La adaptación
Fue su amiga, la actriz Shirley MacLaine (en quien Blatty se había inspirado para construir el personaje de la madre de Regan), quien lo convenció de que había potencial cinematográfico en la novela. Ella misma hizo los primeros intentos por conseguir financiación, pero el empecinamiento de Blatty en mantenerse como productor no hacía más que ahuyentar a los Estudios.
Fue finalmente Warner Bros. el que se interesó en el primer guión escrito por él mismo.
El póster oficial no mostraba a Linda Blair poseída sino al exorcista que intentaría salvarla.
Mientras esperaba que Blatty puliera y mejorara ese primer borrador, el Estudio comenzó a delinear el casting de la película. Stacy Keach obtuvo un rápido consenso para quedarse con el papel del padre Karras (el sacerdote que primero se interioriza sobre el caso de la posesión de Regan), incluso por encima de Paul Newman y Jack Nicholson.
Audrey Hepburn, Anne Bancroft y la propia Shirley MacLaine –a pesar de la insistencia del propio Blatty– fueron inicialmente descartadas para el papel de la madre, pero los verdaderos problemas empezaron con la elección del Padre Merrin, el sacerdote que lidera la batalla contra el demonio. La Warner quería a Marlon Brando, que venía de consagrarse con El Padrino.
Una silla difícil de ocupar
Arthur Penn, Stanley Kubrick, Mike Nichols, Mark Rydell. La lista de aspirantes a sentarse en la silla de dirección de El Exorcista se ampliaba todos los días, pero por diferentes motivos no terminaba de ser ocupada. Penn estaba dedicado a la docencia, Kubrick intimidaba a los productores con su megalomanía, Nichols no quería que el éxito de la película dependiera de la actuación de una niña de doce años, y el intrascendente Rydell no terminaba de convencer a nadie.
El panorama se complicaba, hasta que Blatty, ya compenetrado en su papel de productor, comprendió que el carácter marcadamente documental de su novela tenía que encontrar un equivalente en las imágenes.
La filmación parecía maldita: el decorado principal se incendió y las actrices recibieron lesiones en las espaldas en las escenas intensas.
William Friedkin había comenzado dirigiendo documentales, pero se había formado mayormente en la televisión, dirigiendo, entre otros, capítulos para la serie de misterio y terror Alfred Hitchcok Presenta. Sus primeros largometrajes de ficción no habían llamado la atención hasta que en 1971 arrasó las boleterías y ganó algunos premios Oscar con Contacto en Francia, un policial que mostraba la ciudad de Nueva York a través de ese lente “realista”.
En el mejor momento de su carrera, Friedkin ocupó la silla del director del proyecto con un único objetivo en mente: hacer una película mejor que El Padrino, de Francis Ford Coppola.
Friedkin no quería saber nada con el ego intolerable de Brando, y cuando conoció al dramaturgo Jason Miller no tuvo dudas de que se trataba de su padre Karras. Miller había estudiado con los jesuitas para ser sacerdote (como Blatty) y atravesado una crisis de fe muy similar a la que aqueja a su personaje en la trama del filme.
Friedkin apenas necesitó verlo ensayar un par de escenas para ordenarle a Warner que deshiciera el contrato con Stacy Keach, y después le pidió a Blatty que lo ayudara a conseguir a Max von Sydow para el papel de Merrin.
Una vez que Ellen Burstyn se quedó con el papel de la madre, quedaba por cubrir la vacante más difícil, la de su hija Regan, motor anímico de la película. Existía, sin embargo, un problema importante: a pesar de que Blatty había suavizado muchos de los aspectos más escabrosos de su novela, persistía en el guión el mórbido y traumático aspecto sexual de la posesión.
Dramatizar esas escenas en el cuerpo de una menor de edad –Regan tiene doce años en la ficción– podía representar más de un problema legal que obstaculizara la exhibición del filme.
Antes de que Carrie (1976) irrumpiera en el cine de terror, «El exorcista» abordaba una relación madre-hija cruzada por la religión. Foto: Archivo Clarín
Friedkin comenzó a realizar audiciones con actrices de hasta dieciséis años de edad, la mayoría de las cuales provenía de la publicidad o de series de televisión. Ninguna lo convencía. Pero una tarde Elinore Blair llevó a su hija Linda al casting y Friedkin quedó shockeado al enterarse de que la chica había leído la novela original de Blatty.
“¿De qué trata?”, le preguntó. “De una chica que es poseída por el Demonio y hace un montón de cosas horribles”, contestó Linda. Había un pasaje de la novela en la que Regan se masturbaba utilizando un crucifijo. Cuando Friedkin le preguntó si ella solía masturbarse, Linda replicó: “¿Usted no?”. Así se quedó con el papel.
La maldición
El decorado principal de la película (la casa donde viven Regan y su madre) se incendió a poco de empezada la filmación. Tanto Ellen Burstyn como Linda Blair sufrieron sendas lesiones en la espalda durante la filmación de las escenas más intensas de la posesión.
El actor Jack McGowan (que en la película interpreta a un director de cine) falleció a poco de concluir la filmación de sus escenas, lo mismo que el hermano de Max von Sydow y el abuelo de Linda Blair en la vida real. El vigilante nocturno de los sets y uno de los técnicos de efectos especiales también murieron durante el rodaje, y el hijo de Jason Miller padeció un grave accidente también por esos días.
Max von Sydow, famoso por sus trabajos con Ingmar Bergman, interpretó a uno de los sacerdotes. Foto: Archivo Clarín.
¿El Diablo estaba metiendo la cola realmente en El Exorcista?
La leyenda negra que acompaña a la película desde entonces fue alimentada por distintas fuentes.
Algunos decían que los hechos eran exagerados; otros, que se trataba de una seguidilla trágica de coincidencias. No faltó quien redujera todos los trascendidos a una campaña de publicidad orquestada por la propia Warner, y fueron muchos los que señalaron que los contratiempos y desastres se produjeron por el nivel de estrés acumulado debido a la infame tiranía a la que Friedkin sometió a todos y cada uno de los integrantes del staff.
Friedkin (director) y Blatty (productor) se despedían y se volvían a contratar mutuamente, varias veces al día, y sólo los ejecutivos del Estudio lograban mediar entre ellos. A pesar de todo, se respetaban y accedían a no invadir las áreas de incumbencia del otro.
Se usó un gran equipo de refrigeración para enfriar la sala de la niña a 20 grados bajo cero, así se notaba que el aliento helado de los actores era real.
El perfeccionismo de Friedkin podía llevar a repetir cada toma hasta una veintena de veces y su atención al detalle obligó a que un gigantesco equipo de refrigeración fuera utilizado para enfriar la habitación de Regan a 20 grados bajo cero. Quería, dijo, que se notara el aliento de los personajes al congelarse en el aire, para transmitir fehacientemente al espectador la sensación de que la sala estaba realmente helada por la presencia del Demonio.
Los ejecutivos de la Warner estaban desorientados. El metraje que Friedkin les enviaba diariamente era escalofriante, pero no alcanzaban a vislumbrar lo que tenían entre manos. Pensaban cómo encarar la campaña publicitaria mientras el presupuesto se estiraba de cuatro a doce millones de dólares de la época.
Friedkin se había deshecho –literalmente: arrojó las cintas a la basura– de la música original que Lalo Schifrin había compuesto para el filme, hasta que encontró la pavorosa escala de piano compuesta por Mike Oldfield que hoy se identifica inmediatamente con la película.
Linda Blair tuvo que afrontar un papel de alta complejidad siendo apenas una niña. Foto: Archivo Clarín.
Un estreno horripilante
El Exorcista se estrenó durante las navidades de 1973. La aparición de un filme sobre la posesión demoníaca justamente en esa fecha fue el primer paso de una avalancha publicitaria basada principalmente en el efecto que la película provocaba en sus espectadores.
Lanzada inicialmente en treinta salas, a poco más de dos meses de su estreno, el afiche coronaba más de trescientas sesenta marquesinas a lo largo y ancho del país. Los diarios y revistas especializadas de la época daban cuenta de las interminables filas para acceder a las proyecciones, mientras se multiplicaban las denuncias sobre desmayos, crisis nerviosas y colapsos emocionales gatillados por las escenas más horrorosas.
Mientras se sucedían las controversias en cuanto a la calificación de la película –no faltó quien considerara que el filme de Friedkin merecía la temible “X” destinada al cine pornográfico– y numerosas organizaciones religiosas cuestionaban la visión que ofrecía sobre un asunto tan espinoso como la posesión demoníaca, recaudaba 160 millones de dólares en las taquillas y acumulaba diez nominaciones a los premios Oscar de la Academia.
Un clásico
De aquellas diez nominaciones, cosechó apenas dos premios: mejor guión adaptado y mejor mezcla de sonido. Los críticos más respetados e influyentes de la época la maltrataron, acusándola de sensacionalista, burda y gratuitamente truculenta. Había algo nuevo en la película: un elemento incómodo vinculado a los horrores más secretos y atávicos de la condición humana.
Y aunque sea difícil precisar si Friedkin cumplió su deseo de hacer una película más grande que El Padrino de Coppola, no cabe duda alguna de que legó a la historia grande del cine uno de sus más intensos momentos de miedo. El cine de terror masivo de los ochenta seguiría otros rumbos y tomaría otros caminos, senderos más cómodos e inofensivos, en los que Jason y Freddy jamás se cruzarían con los padres Merrin y Karras.
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