Dorothy Stratten tenía 20 años cuando su marido la asesinó.
Quería ser famosa. Y tenía todo para serlo. Así, cargada de sueños y con toda la inocencia de una adolescente de 18 años, Dorothy Stratten tomó un avión por primera vez en su vida y llegó a Los Ángeles. Sola.
Pero la ciudad meca del éxito, esa que resplandece de día y sangra turbia de noche, le iba a dar mucho más de lo que esperaba. Pero también mucho le iba a quitar. Es que ella sabía lo que quería pero no las consecuencias que eso traería. Ese día era el 13 de agosto de 1978. Dos años y un día después estaría muerta.
Esta es la crónica de esos últimos 731 días en los que llegó a ser la chica Playboy del año y a protagonizar películas hoy de culto. En los que, gracias a sus curvas perfectas y a su talento, encantó a Hugh Hefner y apasionó a Peter Bogdanovich, un emblema entre los directores del Nuevo Hollywood de los ’70.
Esta es la historia de la más bella de las bellas. Una historia -alerta, spoiler- sin final feliz.
«Esa chica podría hacerme ganar mucho dinero»
Era el 28 de febrero de 1960. En el frío invierno de Vancouver, Canadá, nacía Dorothy Ruth Hoogstraten, la hija mayor de una familia de inmigrantes holandeses.
El padre abandonó el hogar cuando era una niña. La ayuda de la asistencia social era escasa. Su madre hizo un esfuerzo desmedido para mantenerlos a ella y a sus dos hermanos menores. La situación por la que pasaron los cuatro era difícil, no había margen para gustos, apenas sobrevivían. Un par de zapatos era un lujo. Un vestido, un sueño imposible.
Por eso, mientras aún cursaba la secundaria, Dorothy comenzó a trabajar como mesera en Dairy Queen, una cadena de comida rápida y helados. El tiempo también le alcanzaba para practicar patinaje artístico -era muy buena en ello- y para escribir poesía.
Fue allí, entre las mesas y las entregas de pedidos del restaurante, en donde conoció al hombre que definiría su futuro. Y para mal.
En cuanto Paul Snider la vio, lo supo. La adolescente de medidas ideales, la dueña de ese cuerpo tan perfecto como su rostro, resolvería todos sus problemas.
«Esa chica podría hacerme ganar mucho dinero», dicen que dijo en cuanto la vio. O al menos así lo escribió Theresa Carpenter en Village Voice, en una nota que ganó un premio Pulitzer.
Ella apenas había cumplido 18 años; él tenía 26. El joven también había tenido una infancia de carencias al igual que ella. Se buscaba la vida desde pequeño. La falta de dinero la suplía con un estilo tan personal como llamativo. Al límite de lo ridículo, siempre llevaba joyas y cadenas doradas, un abrigo de visón y manejaba un Corvette negro.
El mismo día en el que la conoció, Dorothy le dio su teléfono. Ni lento ni perezoso, esa misma noche él la llamó. Empezaron a salir.
Hubo regalos y halagos. La sedujo con sus aires de supremacía, con la experiencia que le mostraba en cada actitud. La hacía sentir importante, hermosa, le daba toda la seguridad que a ella le faltaba.
Detrás de ese amor -para muchos, sólo aparente- había una estrategia. Es que no era la primera ocasión en la que intentaba sacar ganancias de una mujer. Pero esta vez sabía que tenía un diamante en bruto.
Y no tardó en convertirse en su «representante», un mero eufemismo para ocultar su actividad como proxeneta. Sin embargo, en esta ocasión pasó fue algo distinto: Snider se enamoró. Un amor interesado, pero amor al fin.
Con toda su seducción a cuestas, Snider convenció a la madre de Dorothy, quien finalmente autorizó que la joven -que aún era menor de edad- se tomara fotos con poca ropa. Fue con ese material como le consiguió una prueba para Playboy.
Las fotos llegaron y en la revista quedaron encantados. El destino estaba marcado.
Éxito, fama y pasiones desmedidas
Apenas dos meses después, Dorothy puso un pie en Los Ángeles. Su novio la llevó al aeropuerto y, antes de subir al avión, le advirtió que si el poderoso dueño de la publicación quería dormir con ella, debía negarse.
Los editores de Playboy la adoraron a primera vista. A pesar de estar acostumbrados a la belleza, sentían que ella tenía algo más, un encanto particular que superaba todo. Y a todas.
Era perfecta. Linda natural. Sólo un cambio tuvieron que hacerle: acortaron su apellido. A partir de ese momento pasó a ser Dorothy Stratten.
Hugh Hefner, el fundador de la mítica publicación, sentía una fascinación especial por ella. Esa jovencita rubia que se veía delicada, voluptuosa, ingenua y, muchas veces, asustada de lo que le estaba pasando, le encantaba. Tanto era así, que la convirtió en una de las favoritas de la mansión.
Su presencia devino infaltable en las cenas y en las interminable fiestas que noche a noche había en la casa. Sus imágenes se destacaban en las páginas de la revista. Estaba muy cerca de lo que ella quería.
Sin embargo, algo siempre le preocupaba. La dependencia que tenía con Snider hacía que viviera preocupada, llamándolo de manera permanente a cada paso que daba. En un comienzo, «pensaba que cualquier éxito que estaba teniendo, y todavía era embrionario en ese momento, se debía totalmente a Paul», contó Marilyn Grabowski, editora de la revista, en un documental de ABC.
El gigoló, por su parte, también estaba preocupado. Su chica sola, entre los lobos que a diario compartían ese famoso burdel, representaba un peligro. Podía abandonarlo, él era consciente de eso. No sólo eran celos, Dorothy era su seguro de vida, su fuente de ingresos. Por ello, viajó de Vancouver a Los Ángeles y le pidió matrimonio.
La pareja se casó el 1 de junio de 1979 en Nevada y se mudó a una casa de los alrededores de Bel Air, bien cerca de las magníficas mansiones de productores y directores de cine. Allí, compartieron el alquiler con un amigo de Snider, el doctor Stephen Kushner.
Pero la situación se hacía cada día más difícil. El plan de Snider estaba en marcha. Le prohibió a Dorothy tomar café para que los dientes no se le mancharan, no la dejaba fumar ni beber y, por celos o interés, hasta le envenenó al perro.
Del póster central al cine
La rubia que tímidamente aparecía en las páginas de Playboy, rápido llegó a la pantalla. Después de una aparición en Playboy’s Roller Disco and Pyjama Party, un show que emitió ABC en 1979, consiguió trabajos como actriz. Primero lo hizo en series de TV como Buck Rogers y La Isla de la Fantasía.
Luego, pasó al cine. Se la vio en pequeños roles en Skatetown U.S.A., Americathon y Autumn Born. Pero Galaxina, la comedia independiente de ciencia ficción que protagonizó, fue la que la ubicó en el centro de la escena.
A este éxito, se sumó su elección como chica Playboy del año. La fiesta fue deslumbrante; Dorothy recibió 200.000 dólares, un Jaguar y demasiados regalos.
En un momento, los festejos se cortaron. Era el tiempo de los discursos. Hugh Hefner destacó lo especial que era y ella se lo agradeció. «Me ha hecho, probablemente, la chica más feliz del mundo», dijo, emocionada.
Su marido, que a esa altura ya no era bien recibido en la mansión Playboy, sabía que estaba cada vez más afuera de la vida laboral de Dorothy. Y de la personal también. Las discusiones eran permanentes. Las peleas, constantes.
«No sé si podré amar a alguien como amé a Dorothy»
Las versiones son distintas. Algunos dicen que él estaba allí por primera vez, para arreglar un problema con Hefner; otros, que era uno de los tantos famosos habitués de las bacanales. Lo cierto es que Dorothy y Peter Bogdanovich se conocieron en la mansión Playboy.
Él la vio y se encandiló. El hombre tenía 40 años, 20 más que ella, venía de unos cuantos fracasos de taquilla y salía de una relación más que compleja con Cybill Shepherd, otra bella modelo rubia que ocupaba portadas de revistas de moda.
El director justo preparaba una comedia, «Nuestros amores tramposos» (They All Laughed, en inglés), con el protagónico -y último gran papel- de la gran Audrey Hepburn. Ben Gazzara y John Ritter también eran parte del elenco.
Sin dudarlo, contrató a Dorothy para que representara uno de los personajes. El director y la joven pasaron tres meses filmando en Nueva York. El romance comenzó de inmediato. Y no fue un simple flirteo. Él le propuso casamiento. Ella aceptó. Pero antes tenía que resolver un problema: tenía que separarse de su marido.
En agosto volvieron a Los Ángeles. La joven se fue directamente a vivir con Bogdanovich a su mansión de Bel Air. Snider ya era un estorbo en su vida y su carrera. Estaba decidida a deshacerse de él. Le mandó el pedido de divorcio y separó las cuentas.
Obsesión fatal
El 14 de agosto de 1980 era el día. Dorothy quería hablar tranquila con su -a punto de ser ex- marido. Quería convencerlo de que le firmara los papeles. Él se negaba, estaba obsesionado con ella. No la quería dejar.
Pero tampoco quería dejar de ganar dinero gracias al trabajo de ella. Entre otras cosas, le exigía el 50 por ciento de sus ganancias de por vida.
Ese día, además, Dorothy quería aprovechar para recoger la ropa que había quedado en la casa. Estaba segura de que podría convencerlo. Su abogado se ofreció a acompañarla pero ella le dijo que lo mejor era ir sola. Incluso, a pesar de que sus amigas y hasta el mismísimo Hugh Hefner le dijeron que no fuera, lo hizo igual.
Al mediodía estacionó su auto en la puerta. Entró caminando. Salió muerta.
Snider sentía que su mundo se estaba hundiendo. Su esposa, lo único que le daba beneficios, quería irse con otro. Él sentía que ella le pertenecía, que había alcanzado el éxito gracias a él. Que le debía todo y más.
Su creación, esa voluptuosa mujer perfecta, se estaba evaporando. Y con ella se evaporaban sus sueños, sus delirios de grandeza y el acceso a un modo lujoso de vida que siempre había soñado y nunca había alcanzado.
Ya no le quedaba un peso. Su última compra había sido una escopeta. Estaba contento porque el dueño hasta le había enseñado a usarla.
El horror
El silencio era profundo. Ese día, cuando Kushner y su esposa llegaron a la casa, la puerta de la habitación de Snider estaba cerrada. No se escuchaba nada. Como el auto de Dorothy estaba en la puerta, pensaron que la pareja se había reconciliado. Después de todo, era lo que el hombre quería.
Los compañeros de vivienda cenaron. Luego, vieron televisión. Las horas pasaban y nadie salía del cuarto. Decidieron entrar para ver qué había pasado.
Lo que vieron los shockeó. Había sangre por todos lados. Sobre las sábanas, los muros, los muebles. Parecía que un mar rojo se había apoderado del lugar.
Ella estaba atada a un banco de hacer abdominales. La encontraron desnuda y muerta. Su cara había sido destruida por un tiro. Él estaba sentado contra una pared, se había suicidado.
Pero antes, la había degradado, la había violado y había aniquilado su belleza. Ante semejante espectáculo, los Kushner llamaron a la policía. Luego, a la mansión Playboy. Hugh Hefner le avisó a Bogdanovich, que tuvo una crisis de nervios al enterarse.
Cinco días después, el director fue el encargado de organizar el funeral. Dorothy Stratten está enterrada en el mismo cementerio en el que está Marilyn Monroe. Después, el mismo Bogdanovich se encargó de ayudar a su familia.
Para el epitafio, eligió un texto de «Adiós a las armas», de Ernest Hemingway: “Si la gente trae tanto coraje a este mundo, el mundo tendrá que matarlos para quebrarlos, así que por supuesto que mueren. Mata tanto a lo bueno, amable y valiente a partes iguales. Y si no eres ninguna de esas cosas ten por seguro que te matará también, pero sin ninguna prisa especial. Te queremos, DR”.
El estreno de «Nuestros amores tramposos» se convirtió en un homenaje póstumo a la actriz. Pero desencantado y abatido por el por el poco éxito que tuvo el film, el director gastó todo su dinero en comprar los derechos y reestrenarla en diez cines. Tampoco triunfó. En 1985 se declaró en bancarrota.
En algo que hoy será impensable por la diferencia de edad, en 1984, Bogdanovich empezó a salir con Louise, la hermana menor de Dorothy. Le pagó una escuela de primer nivel, clases de teatro y modelaje, y la colmó de presentes.
Tras un noviazgo de 4 años, en el ’88 se casaron. Él tenía 49 años; ella, 20. La misma edad que tenía Dorothy Stratten cuando murió.
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