Boris Johnson, como mínimo, se merece unos latigazos. Y también, todos los que votaron con él por el Brexit.
Mi querido Felipe,
Sí, estás muerto, me dejaste viuda, pero quiero creer que podrás leer esta carta en el cielo. Mi cargo real me obliga a creer en la vida eterna. Soy la jefa de la iglesia anglicana, “defensora de la fe”, gracias a mi antepasado Enrique VIII, el que abandonó el catolicismo porque se quería meter en la cama con Ana Bolena y el Vaticano no le dejaba. Ya sabes que tengo mis dudas, como tú las tenías. La cantidad de veces que nos decíamos, “Si existes, Dios, ¿porqué nos abandonaste? ¿Porqué nos condenaste a tener hijos y nietos tan tarados, a primeros ministros tan insufribles?” Y si resulta que Dios no existe, que no estás en el cielo, estas letras me servirán como desahogo, y como un respiro entre los numeritos que debo hacer estos días para celebrar el plomazo de mi jubileo de platino. ¡Setenta años en el trono! ¡Setenta años de esfinge! ¡Setenta años de tener que ocultar mis sentimientos reales, de mantener la ecuanimidad cuando tantas veces he querido chillar, llorar y escaparme para siempre a una de esas islas lejanas de las que sigo siendo soberana, como Tuvalu o las Malvinas!
Bueno, no. Las Malvinas no. Me traen recuerdos de esa insoportable mujer, Margaret Thatcher. Una vez a la semana me veía con ella, me tenía que aguantar que me tratara como si ella fuese la reina y yo una retrasada mental. En otra época le hubiera cortado la cabeza, te lo juro. Y ahora me ha tocado Boris Johnson, que es todo lo contrario, pero no sé cuál de los dos es peor. Debería venir al palacio vestido de bufón, con sus absurdas reverencias, tan grotescamente exageradas, sus bromas sobre mis queridos perritos, por los que tengo mil veces más estima que él.
Como mínimo se merece unos buenos latigazos ese payaso, y todos los que votaron con él por su estúpido Brexit. ¡Qué súbditos que tengo! ¡Qué panda de hooligans! Deberían dar gracias a los europeos por la incomprensible generosidad de haberles permitido estar dentro de su club pero, no, los imbéciles eligen salir, condenando la isla a seguir en la decadencia que ha marcado -seamos honestos- mis años en el trono. Éramos un imperio; eran 70 los territorios sobre los que reinaba en el día de mi coronación. Hoy quedan 17. Cuando Carlos tome el relevo saldrán todos corriendo, no lo dudes.
¡Carlos! ¡Ay Carlos, Carlos! Le advertimos, le dijimos mil veces que no se casara con esa descerebrada, la que tantos dolores de cabeza nos dio con sus lloriqueos ante la prensa. Pero no, va y se casan, y tú y yo teniendo que aparentar sonrisas en la catedral y después la hipocresía de esa mujer, con sus infidelidades en serie, y al final va y se mata en un coche con ese egipcio rancio y su chófer borracho y luego la gente se queja de que no pudimos poner caras tristes en el funeral. ¡Qué paciencia!
Camilla mil veces mejor que Diana, claro. Una mujer adulta con los pies en la tierra, más mamá de Carlos que yo. Aunque el nene se podría haber ahorrado aquello de que quería ser su tampón. Se lo dijimos mil veces: si este chollo de negocio que nos hemos montado va a seguir prosperando la clave consiste en mantener la mística de la monarquía. Carlos la ha reducido a una telenovela a mitad de camino entre ‘Dinastía’ y Benny Hill. Más tolerable, eso sí, que la versión porno de ‘Lolita’ que nos ha ofrecido Andrés….
Andresito prometía. Era el espabilado de pequeño, el triunfador en el internado, a diferencia del llorón de Carlos. ¿Te acuerdas que decíamos que qué pena que Andrés no fuera mi heredero? ¡De la que nos salvamos! Su esposa, la Ferguson, era menos tonta que Diana, pero más vulgar. Nunca me olvidaré, después de que se separaran, de la foto que salió en los tabloides de su amante tejano chupándole los dedos de los pies. Trágame tierra…aunque eso no fue nada comparado con las historias que salieron de Andrés celebrando la vuelta a la vida soltera con sus orgías en la isla caribeña de su mejor amigo, aquel pedófilo norteamericano que se suicidó. Andrés tiene el descontrol, y el juicio, de un conejo, como Enrique VIII.
Menuda imagen, y yo ahí teniendo siempre que preservar la ficción de que somos una familia digna, sonriendo y sonriendo, saludando a las masas con mi mano parabrisas. Bueno, algún consuelo sí hay. No lo tuvimos nada claro cuando nuestro nieto Guillermo eligió como esposa a Kate -la hija de una azafata de avión- por el amor de Dios. Pero me alegra reconocer que nos equivocamos. Los dos han roto la tradición familiar y no nos han aportado ningún escándalo. Si la monarquía aguanta el reinado de Carlos, que ya sé es mucho pedir, William y Kate interpretarán su papel bien.
¡Y menos mal que Harry no fue el primogénito de Diana y Carlos! Más imbécil no se puede ser. Primero, cuando tenía 18 años, salió en una foto vestido de nazi, después va y se casa con esa harpía de actriz y luego los dos dan una entrevista en la televisión estadounidense diciendo que nosotros somos racistas. ¡Racista contra ella, cuando ni tú ni yo tuvimos la más mínima idea de que era negra hasta que conocimos a su madre en la boda! De racista nada. Sea del color que sea, es odiosa esa niña, falsa como ella sola, más altiva incluso que la Thatcher y con menos motivo para serlo. Como tú decías, esa Meghan tiene al pobre Harry por los…ya sabes qué. Más castrado, bromeabas, que tú conmigo.
La verdad, Felipe, es que yo he sido la castrada durante estos setenta años. Ser reina es un no vivir, es actuar siempre en una pantomima, es nunca revelar tu auténtico ser. Las masas me adoran por mi inagotable “sentido del deber”. Bien. Me alegro de ello. He cumplido. Pero se acerca el fin, la farsa se termina y, si Dios existe y quiere, volveré a estar a tu lado en el cielo. Pero no en un trono, por favor. No en un palacio. El paraíso para mí será vivir como una plebeya más.
Un beso caluroso, sin protocolos, de tu siempre fiel, Elizabeth
Responder